Capítulo 4.

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CAPÍTULO IV.

SOFÍA ALCÁZAR.
Octubre, 13. St. Lucia von Rosen

     Habían transcurrido tan sólo unas horas desde el recibimiento de esas dos cartas. Honestamente sigo en shock, no puedo creer que mi padre, el hombre que me dio la vida, haya sido capaz de tal atrocidad. Pero he tomado una decisión, una decisión que posiblemente cambie mi vida para siempre. Volver a España.

     No me interesa faltar a la universidad o al trabajo, he hablado con Margarita y me ha concedido algunos días sin trabajar, por lo cual hoy mismo partiré a Barcelona, debo hablar con mis padres. No sé qué sucederá al llegar, o cuáles serán las reacciones de ambos, pero debo ir, se lo debo a Rosario. Mi hermosa hermana.

     Me miro en el espejo del baño una vez más, las ojeras están presentes por más que quiera cubrirlas, no dormí en toda la noche por estar pensando en mi regreso a España. Salgo del baño y tomo el bolso de mano junto con una pequeña valija color azul turquí y las acomodo en la puerta de entrada. Camino hasta la puerta trasera para revisar que esté bien cerrada y al confirmarlo camino con un poco de apuro revisando cada una de las ventanas de la casa.

     Al ya haberme asegurado de haber cerrado bien la casa para evitar cualquier accidente, tomo mis cosas y salgo, cerrando la única puerta que quedaba abierta. Camino con premura tomando el bolso de mano y la valija, para después de ello comenzar a caminar hasta el cruce de la calle, llegando a una línea de taxis.

     Hablo con uno de los señores, y uno cordialmente me ayuda a subir el bolso y la valija. Éste caballerosamente abre la puerta del taxi para que me adentre al mismo, así lo hago. A la lejanía puedo ver a Edward observándome, agacho mi rostro sin saber qué hacer, no había pensado en él, la noche anterior no fue a casa, cosa que agradecí a pesar de haberle extrañado.

     Levanté mi rostro, pero él ya no estaba allí, había desaparecido. La voz del conductor me saca de mi ensoñación, le miro y sonrío un poco por la vergüenza.

     —¿Sí?, ¿qué me decía? —pregunto con obvia timidez en mi voz mientras acomodo el vestido que se había levantado un poco por encima de la rodilla. Le miro y él ríe un poco.

     —Le preguntaba, señorita, ¿a dónde la llevo? —repite la oración y agacho la mirada sintiéndome estúpida.

     —A la estación de trenes, señor. —respondo a su pregunta y le veo asentir, miro por la ventanilla del auto observando las pequeñas casas del pueblo, tan pintorescas y llenas de vida, rodeadas de árboles, flores, uno que otro animal.

     Sonrío un poco pensando en que a Rosario le hubiese gustado conocer el pueblo, lo hubiese amado, la conocía a la perfección, ¿cómo no hacerlo? Estábamos día y noche juntas, sin importar lo que papá o mamá dijeran, por eso debo ir y resolver esto, se lo debo a ella. Me veo por el espejo que está justo en la puerta del auto y el reflejo de este me hace verme, es como si la viese a ella, y es que ser gemelas lo hizo todo más complicado desde su partida.

     Mirarme a un espejo, hablar, caminar, vestir... todo me recordaba a ella, me gustaba pensar que todavía estaba aquí conmigo. Hablaba conmigo misma cuando me sentía sola, era como hablar con ella a fin de cuentas.

     —¿Está usted bien, señorita? —la voz del chofer me saca de mis pensamientos, asiento confundida a su pregunta—, ¿por qué llora? —toco mi rostro y siento las lágrimas calientes en mis manos, y hasta ahora caigo en cuenta de que estaba llorando.

     —Por las vueltas que da la vida —sonrío un poco nostálgica y limpio mi rostro con ambas manos para quitar todo rastro de lágrimas en este—. Pero estoy bien, no se preocupe. —él asiente y no dice nada más, cosa que agradezco internamente.

     Miro mi regazo y en mi mano izquierda puedo ver el brazalete de Rosario, desde que falleció lo tengo, no salgo de casa sin ponérmelo, teniéndolo puesto siento que ella está conmigo acompañándome a pesar de no estar físicamente.

     Siento el auto detenerse y levando mi vista, confirmando que habíamos llegado.

     —Bueno, señorita, hemos llegado —habla el señor sonriente y abre la puerta mientras baja, rodea el auto y abre la puerta de mi lado sin darme tiempo a protestar, sonrío en agradecimiento y le entrego el dinero—, señorita, esto es el doble del pasaje —me devuelve la mitad del dinero y niego—. No puedo aceptarlo.

     —Acéptelo, por favor —asiente dudoso y camina hasta el maletero del auto sacando el bolso y la valija—. Que tenga buen día. —tomo ambas cosas en mis manos y empiezo a caminar hasta la entrada de la estación de trenes.

     —Igualmente, señorita. Mucha suerte. —le escucho decir.

     Acelero mi paso y camino hasta la taquilla de venta, una señorita de cabello rojizo y ojos color cacao, levanta su vista y sonríe.

     —Buen día, ¿en qué puedo ayudarla? —su voz me sorprende, es tan dulce como la miel. La miro y pestañeo un par de veces mientras tomo aire antes de contestar.

      —Buen día, señorita. Quisiera un ticket para Barcelona. —pido amablemente y esta sonríe asintiendo.

      —Por supuesto, son diez lunas[3], señorita —asiento y reviso mi bolsillo sacando las diez monedas, se las entrego y me da el ticket del tren—. Que tenga buen viaje.

     —Gracias, feliz día. —camino alejándome de la taquilla y reviso el ticket, a las diez en punto sale, resta media hora. Tomo asiento en una de las bancas cercanas y dejo mi bolso encima de mis piernas y la valija a un lado.

      Levanto mi vista al cielo y con nerviosismo sonrío un poco, aquí vamos.

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[3] Lunas: Moneda de St. Lucia von Rosen.


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Alma Enamorada [P A U S A D A]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora