Post Mortem

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Veo el cielo. Un cielo que poco a poco se tiñe de escarlata por la puesta de sol. Unas pocas nubes lo cubren. Una leve brisa me mete el pelo en los ojos y en los labios, pero no hago nada por quitármelo. Siento la hierba húmeda que me roza los dedos de las manos y los pies, el cuello y todas las partes desnudas de mi cuerpo que están en contacto con ella. Escucho el revolotear de un par de cuervos encima de mí y por mi campo de visión pasa una mancha negra. Siento un ligero peso encima de mi abdomen y unos golpecitos. Me están comiendo y debería sentir dolor pero hace tiempo que esa sensación se fue. El olor a sangre empapa mis fosas nasales y observo como el cielo, poco a poco se oscurece.

Las estrellas empiezan a salpicar el oscuro manto negro. A lo lejos escucho un chillido, dejo de sentir los picoteos y un par de alas negras pasan demasiado cerca de mi cabeza. Oigo sirenas a lo lejos, pasos que se acercan. Ponte los guantes, saca fotos de esto y aquello, no contamines el cadáver, hora aproximada de la muerte las siete de la tarde, causa de la muerte disparo. Una cabellera rubia pasa por mi campo de visión y me tapa el cielo estrellado. Siento como me levantan y me meten en una bolsa, oigo el cerrar de la cremallera y siento el tacto del plástico frio donde antes sentía la hierba. Me balancean y me trasladan. No veo nada: oscuridad total.

Un destello de luz me deslumbra y mis ojos muertos tardan unos minutos en acostumbrarse. Un hombre me observa estudiando mi blanquecino rostro. De repente escucho música y silbidos que no siguen el compás. Siento metal en todo mi cuerpo y el aire que lo recorre. Una leve caricia en la barriga y una bragueta que se baja. Luego dos dedos bajan mis pupilas y ya no veo. Me clavo más en el metal y oigo una respiración agitada en mi oreja. No siento nada de cintura para abajo.

Alguien habla. No recuerdo nada. Poco a poco mi cuerpo ha dejado de sentir, de recordar y de oír. Ya no tengo el regusto de sangre en la boca que había perdurado los últimos días. Escucho llantos y algo me moja la cara, huelo un olor dulzón, como de flores. Oigo palabras de despedida, más llantos, muchos era demasiado joven, algún niño que chilla a lo lejos, unas manos que se agarran a mi gélido brazo y lo aprietan, siento un rastro calido allí donde antes estaban las manos. Luego una tapa se cierra y nada. No oigo y me quedo a solas con el olor de flores. Estoy a gusto, blando, como si de una nube se tratase. Me balancean y el suave traqueteo me relajan, creo que puedo quedarme dormida. Se para y me sacan de la comodidad.

Siento calor. No un calor abrasador como aquellos días de verano más bien es un calor de chimenea. Un calor que añoras y que cuando lo sientes es como si te quitasen un gran peso de encima. Ese calor que te calienta todos los huesos y te descongela las puntas enrojecidas de los dedos. El olor a flores se esfuma y aparece un olor a carne quemada y de repente se, como una iluminación, que algo va realmente mal. Los recuerdos me asaltan como un torrente: el callejón, el atraco, mis padres muertos. Segundos después un disparo que me quita el último aliento de mi corta vida. Cuando quiero darme cuenta ya es muy tarde.

Porque ya no huelo. Ya no veo. Ya no oigo. Ya no siento el sabor. Ya no siento nada.

Anne Moon: 2000-2010.

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