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La mañana siguiente me siento pesaroso, más cansado que antes de dormir.

Me levanto y camino con la misma pesadez hasta la colchoneta de mi mamá; ya está hecha, con los lados superiores de las sábanas doblados diagonalmente, como acostumbra a hacer. Sobre ella hay una nota.

Debo ir con Shara. Regresaré pronto. Desayunas.

Siento un dolor en el estómago, y calor detrás de los ojos. Pero no puedo dejarme caer. No ahora.

Me pongo unas sandalias y salgo de la alcoba con respiración temblorosa. Sé adónde me dirijo; ya me he acostumbrado a este lugar.

Escalo los peldaños, doblo a la derecha y me dirijo por todo el gran pasillo hacia una alcoba con un biombo morado a un lado.

Ahí hay una pequeña sala de computación, donde Sam, el hijo de Auron, filtra los resultados de las pruebas y sigue noticias sobre el Recinto si es necesario. Le pido que me preste una de las computadoras robadas que consiguieron en una expedición, y en ella abro un buscador y escribo: "UBICACIÓN DEL RECINTO". Me aparecen varios resultados. Entro en una página que dice: "Presidencia de la República" y me dirijo a la pestaña con información sobre el Recinto. Sé que su ubicación es en Ciudad Amaqueme, la capital del país; un lugar prestigioso y bastante cercano a los volcanes extintos Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Pero solo ahora leo dónde se encuentra con exactitud.

Después entro a una página de mapas, donde introduzco mi ubicación actual y la ubicación del Recinto. Me aseguro de aprender bien el trayecto que debo hacer; las estaciones de ómnibus a las que subiré.

No sé exactamente cuándo me iré. Me gustaría esperar un poco; me gustaría pasar algunos días con mi madre antes de...

En fin. Escribo las direcciones en la parte trasera del pedazo de papel con la nota de mi mamá, y luego cierro la página en la computadora y borro el historial de sitios web visitados.

Me pone muy ansioso organizar todo este plan, especialmente por el fin que tendrá seguramente, aun sabiendo que algo bueno saldrá de él.

He tomado una decisión, y debo hacer que suceda.

+ + +

Después del desayuno regreso a la alcoba, simplemente para hacer nada. Me acuesto en la colchoneta y observo mis pies desnudos, un poco sucios.

–Hola, Khían –dice mi mamá, entrando a la habitación.

–Hola –respondo. Me sorprendo a mí mismo dejando mis ojos exactamente donde están–. ¿Qué... pasó con Shara?

–Oh, no mucho. –Por el rabillo del ojo veo que se sienta en su colchoneta y se quita sus zapatos para masajearse los pies–. Solo entrenamos y eso.

Hay silencio por un momento. No me siento capaz de mirarla.

–¿Ya desayunaste?

Yo asiento, y poco después, ella también.

Quizá sea bueno mantener mi mirada posada justo donde está. Parezco desinteresado, casi aburrido, como si no pasara nada, aunque por dentro sienta la ansiedad torciéndome nudos en el pecho.

–Ya tienen fecha para el saqueo –informa–. Será en dos días.

Maldición. Tengo que adelantar mi partida: ellos actuarán pronto, así que yo tengo que irme más pronto todavía, si detenerlos es lo que quiero.

–¿Todo bien? –pregunta. No es tonta, y nunca podré ocultarle nada: es mi madre. Hasta el más pequeño detalle me delata.

De repente me entran muchas ganas de llorar, aunque no debería estar triste. Haré esto por mi madre, para que ella esté bien.

No creo poder hablar, así que solo asiento con la cabeza.


Todo lo que necesito llevarme es un pedazo de papel con direcciones, que está en el bolsillo delantero de la sudadera que llevo puesta. No quiero llevar recuerdos que me hagan vacilar, ni armas que pueda usar, ni nada que me haga cambiar de opinión o me ayude a retroceder.

No es difícil mantenerme despierto: mi ansiedad hace el trabajo. Cuando estoy seguro de que todos se han dormido, me levanto de mi cama, me pongo un par de tenis y camino lentamente a la entrada de la alcoba.

Mi cabeza, dolorosa, palpita con cada paso que doy. Jaqueca.

Antes de salir, me vuelvo hacia atrás y me permito ver a mi madre una última vez. Apenas puedo verla; apenas puedo ver su cabello derramado por toda la almohada, su expresión relajada, sin preocupaciones ni sospechas. Intento no llorar ni pensar demasiado.

Ayer tuve que mentirle para que abandonara el tema del saqueo, y por alguna razón ella no siguió dándole vueltas. Quizá fue porque sabía que yo estaba demasiado sensible para hablar de ello.

Y se lo agradezco.

Al caminar lejos veo mi entorno: las cavernas que, comparadas con mi destino, lucen más reconfortantes, calientes, amigables. Todo me es más vívido ahora. Todo deja una sensación tétrica en mí al recordar que esta será la última vez que lo vea.

Mi dolor de cabeza crece cada vez más; quizá es porque no he dormido nada. Da igual, no es algo que deba preocuparme mucho ahora.

Salgo por el arco principal y camino hacia el túnel de salida más cercano. Después de un rato largo y agotador, logro salir del túnel, encaminándome hacia el antiguo bosque-basurero. Mis lágrimas se enfrían con el aire. Hay un momento en el que me gana la paranoia y decido correr, esperando no llamar la atención de nadie. Siento escalofríos por la corriente fría que logra traspasar mi sudadera; sin duda debí escoger algo más abrigador.

Me convenzo a mí mismo de que no importa.

Quizá una hora después llego a la estación de ómnibus más cercana, a un lado de la carretera por la que llegamos. Me subo al bus correcto (que está en verdad vacío) y tomo asiento junto a la ventana; será más fácil no pensar en nada si me quedo viendo la ciudad que pasa junto a mí.

Cuando ya he llegado a Ciudad Amaqueme se empieza a ver el amanecer. No logro reaccionar a tiempo; en un segundo ya me he imaginado qué puede estar pasando en la Resistencia: mi madre y Auron se despiertan, se dan cuenta de que no estoy, comienzan a buscarme, no me encuentran por ningún lado, el pánico se esparce. Es por su bien, no morirá nadie más, me repito una y otra vez. Pero es difícil; es difícil aguantar las ganas de llorar a lo bestia.

Intento concentrarme en otra cosa.

Bajo en la estación correcta, el lugar desde donde tendré que caminar. Y unas calles más tarde me encuentro ahí: frente al Recinto. Ahora mismo podría cambiar de opinión...

Pero cuando me doy cuenta ya estoy dentro. Ya estoy viendo las personas que caminan con teléfonos o computadoras en sus manos y mucha prisa. Ya estoy caminando hacia el recepcionista.

No hay vuelta atrás.

Estoy a punto de gritarle para llamar su atención, pero justo un segundo antes él levanta la mirada, como si hubiera adivinado mi presencia, y tan blanco como la cal –y quizá como yo– habla a través de un intercomunicador, informándole a Ángel Yaba que ya estoy aquí.

Y ahora, justo ahora, comprendo perfectamente por qué lo hace. Por qué tengo dolores de cabeza.

Porque mis Chips han perdido su efecto.

Lo último que siento son dos manos cerrándose alrededor de mis brazos y un gas rociándose sobre mi cara.

Somos los RepelentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora