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Abro los ojos sintiéndome cansado. Siento que floto en el aire, como si mi cuerpo no supusiera peso ni materia.

Y de repente toco el piso. Estoy consciente. Alrededor de mí solo veo cuatro caras de vidrio negro; nada más. Siento que sigo suspendido en el aire de alguna manera, aunque esta vez, más bien, estoy sostenido de un cable invisible, y pese a saber que si sigo balanceándome en el aire solo conseguiré mecerme indeteniblemente y marearme más, comienzo a entrar en pánico, a alborotarme.

Me levanto del frío vidrio negro y observo el brazalete de papel en mi muñeca. Tiene un código de barras, como si yo fuera mercancía a punto de venderse. Llevo puesta otra cosa, solo una más: una túnica blanca expuesta que me da frío, me hace sentir vulnerable. Me viene a la cabeza la imagen de mi sudadera y la nota con direcciones escritas en ella. La nota de mi mamá.

Sacudo la cabeza, intentando no pensar demasiado.

No me entero de cuándo he comenzado a caminar en círculos, empujando las paredes, golpeándolas. Pateando el piso hasta dejarme los dedos de los pies doloridos y rojizos. Pero nada sucede. No hay ningún panel que se deslice y me deje ir... pero por supuesto que no lo hay. ¿Por qué iba a haber algo que me ayudara a escapar?

Me detengo en seco. Yo elegí venir aquí, ¿no es así? ¿Entonces por qué estoy luchando por escapar?

No tiene sentido.

Dejo caer mi peso sobre mí. No lo hice bien; he aterrizado sobre mi pie derecho, lastimándome un dedo. Y a pesar del dolor llano que siento, mi orgullo me hace reprimir un gemido de dolor, porque por alguna razón sé que estoy siendo observado. Así como entra la luz inexplicablemente por todos lados, debe de entrar el alcance de las cámaras detrás de estos vidrios. Sería ilógico encerrarme aquí, sin más.

–Hola, Khían.

Pego un salto y pienso en alejarme del riesgo, pero no sé de dónde ha venido la voz, y no hay lugar adónde arrastrarse para huir de ella. ¿Acaso lo estoy imaginando?

No, Khían, no hay razón para huir.

–He estado buscándote. –Siento un escalofrío, pero logro quedarme quieto esta vez. La voz es masculina, grave, mayor y terriblemente familiar–. ¿Dónde estabas?

Me quedo mirando el vidrio frente a mí, con el entrecejo fruncido y la boca fina como una línea.

–Debí saber que no responderías –continúa sarcásticamente después de no convencerme–. Bien, vayamos al punto. Es muy sencillo lo que debes hacer: haz todo lo que te diga. Escúchame bien: no te rehúses, ni te retrases, ni compliques mi trabajo. No debes intentar escapar; no puedes escapar. Y aunque lo lograras, saldrías perdiendo, porque no tendrías adónde ir; a menos que quieras llevarnos hasta la resistencia...

–No quiero escapar –lo interrumpo, sorprendiéndome por la firmeza de mi voz–. No quiero escapar. Vine aquí porque quise, y porque tengo un trato.

El hombre invisible suelta una carcajada.

–¿Y por qué crees que iba a seguir un trato tuyo?

–Porque si no lo haces tú, yo no te ayudaré en tu experimento. Lo complicaré. ¿Por qué iba yo a hacer algo por ti?

–Porque si no obedeces, te mataré.

–Eso no es verdad –respondo con solidez–. No malgastarías la rareza científica que tienes ante ti. Sería estúpido de tu parte desperdiciarme.

Silencio.

–¿Qué es lo que quieres? –pregunta al fin.

Quizá me ayude después de todo. O quizá solo le sirva de algo saber mis deseos. No sé. De cualquier manera digo:

Somos los RepelentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora