Cambridge, Estados Unidos.
Ocho años atrás.Tomas no solía pagar con billetes. Era de aquellos que cuando podía ayudaba a sus amigos a comprender el trajín de la nueva economía, de que el papel era un elemento del pasado como lo fue para nuestros ancestros el maíz ni el oro, poco higiénico para variar, cambiar a las tarjetas era la nueva revolución. Las compras por Internet eran tan sencillas como solo elegir y luego presionar. Solo que solía omitir acerca de los malos usos, los nuevos robos y las deudas, pero como podría romper esa curiosidad infantil que se filtraba por los ojos de sus receptores, como podía lastimar esa imaginación de un mundo diferente y utópico del que ellos pudieran hacer parte con un clic.
Pero ese día, después de su primera Clase profesional, no paraba de sentirse vigilando en cada momento, tanto en sus acciones físicas como las virtuales. Era muy precavido, pues aunque engañaba a los demás, sabía que sus peligros se volvían más grandes como sus amigos después de ser estafados.
—Son diez dólares con veintinueve centavos.— le largo, el verde y arrugado billete con la cara de Benjamin Franklin, a la cajera, quien lo miro con hastío.
Su tiempo en ese país se había vuelto un habitual corredor. Sentía que respirar tenía un precio, tan grande como detenerse a mirar hacia arriba o escuchar el canto de un ave antes que de un montón de automóviles en el freeway. Ella le entrego su café y siguió con los demás, él se sentó en una mesa con vista al exterior observando el sol esconderse mientras sus pensamientos lo llevaban a otro lugar.
Lo habían contratado para dar un par de charlas en una universidad, pues se había vuelto famoso por un vídeo en Internet, donde hacia una demostración a un variado grupo de gitanos sobre la dominación de sus cuerpos, lo cierto es que el vídeo no tenía que salir nunca y la persona que lo grabo desapareció sin dejar rastro, no encontró culpables. Así que con el tiempo lo denominaron el nuevo prodigio de alguna clase de brujería que aunque causaba pavor, al no ser probada por la ciencia carecía de realidad o siquiera de verdad. Como solía escuchar por las calles, él era un farsante, y sí que lo era. Pero su arte no era la traicionera.
Todos lo definían como control metal, lo cierto es que a él no le gustaba de a mucho ese nombre, ya que no podía lograr que la otra persona hiciera algo que no quisiera, el problema tenía muy pocas soluciones y era que para llevar a cabo ese tipo de masiva acción, que era dormir una persona por medio de sales para que pudiera ver sus recuerdos, y luego manipularla para que los digiera al son de cada característica de ese momento, comprendía un gran desgaste de energía y aunque en su principio quería ser real y ético con su trabajo se fue por el callo cuando nadie le empezó a creer, más la furia y la humillación de ser considerado un fanático y un chiste, termino convirtiéndose en el estafador.
Aún recordaba cuando algunos investigadores lo llamaban para que ayudara a sus clientes, cuando la policía esperaba condenar a alguien por las palabras que digiera bajo el trance o cuando los familiares escuchaban los horrores de sus desaparecidos. Todos empezaron a enfrentarse a personas peligrosas y el tomo la decisión con mucha resistencia de que corriera el fanatismo y la burla, aunque no fue para proteger a esa gente exactamente.
Con el tiempo, cuando las aguas de la viralidad se calmaron, otras alzaron la voz y lo catalogaron como prodigio o persona con cualidades extraordinarias, haciendo así que se le abrieran puertas en todas partes y la conmemoración por estudiar varias cosas en varias partes del mundo, ganándose la mirada de los periódicos que todavía escriben sobre él y lo nombran con varios defectos y uno de ellos, era esa palabra genio, que le nublaba la vista.
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LA ESTADÍA. © ~1~
Teen Fiction"¿ Si sabes lo que les pasó?" "¿No sabes de qué huyen?" "Son escorias." "¿Viste su atuendo?" "Jamás pensé que vería tanta..." A Friday le parecía que cada susurro no la comprendía, lo tenía que hacer era su única salida, pero era como si solo vieran...