Capitulo 12

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XIIUpcoming visitor

1

Una vez que el tren llegó a su destino, Arthur se apeó del vagón con rapidez, antes de que los soldados le descubrieran o peor aún, antes que la brigada de enfermeras lo tomara en mitad del camino para revisarlo, encantadas de tener a un valiente soldado sobreviviente; entonces eso complicaría más las cosas y arruinaría completamente sus planes.

Aspiró el aire puro con la delicia de quien no recibe la brisa de la libertad en muchos años, pero además, era una forma de infundirse valor para lo que estaba dispuesto a hacer. Corrió directo a las montañas y desde aquella colina divisó el pueblo destrozado. Casas quemadas, siembras destruidas. Familias separadas y muertos, muchos muertos.

Arthur tomó el arma en sus manos, la cargó y antes de cometer aquel acto suicida, se amarró un pañuelo en la boca. Acomodó el arma a buena altura y se disparó en una de sus piernas. El alarido que emitió, fue bloqueado ligeramente por la mordaza improvisada. El dolor calcinante y ácido, primero adormeció su miembro destrozado. Luego comenzó a sentir el desesperante dolor que aquella herida le propinaba. No contaba con que su pierna llegaría a sangrar tanto, esperaba con hacerse una herida pequeña, pero aquella bala minué había traspasado su miembro, mostrándole el material del cual estaba hecha su pierna. Huesos y músculos, sangre, pero sobretodo carne chamuscada. Sus ojos abiertos y desorbitados de pupilas azul claro, agitándose como las hojas en el viento. Sus cejas arqueadas como el arcoíris bajo el sol y sus manos blancas, temblaban empapadas en una mezcla de sangre y barro. Cuando la conmoción bajó, Arthur maldijo su estupidez y miró a su alrededor, buscando a quien pedir ayuda. Pero se encontraba muy alejado de la ciudad más cercana y a miles de kilómetros de la capital. Todo a su alrededor eran árboles frondosos, a excepción del horizonte ante sus ojos que ya reflejaba una exquisita vista del atardecer. Montañas resaltadas en un mar naranja de nubes y pinceladas rosa. Nubes que se apretujaban unas con otras, anunciando el anochecer más próximo.

Para evitar que su plan lo llevara a la tumba más pronto de lo esperado, el jovencito se amarró el pañuelo en su pierna para detener la burbujeante hemorragia. Trató de ponerse en pie y ayudarse con una rama a manera de muleta, pero el dolor punzante ya debilitaba su miembro y el flujo de sangre, le hacía ver todo borroso con cada paso. Optó entonces por arrastrarse a lo largo y ancho de todo el camino. Aquel que en primicia era alfombrado en un verde césped, tan suave como el terciopelo, pero a medida que avanzaba se convertía en un camino de tierra árida con filosas piedras.

Cuando fue incapaz de moverse un paso más, el cuerpo de Arthur quedó arrojado en la vía como si fuera un harapo olvidado a mitad del camino. Cayendo dormido sin saber dónde estaba y lo peor de todo, sin saber si esa noche sería ya su final.

2

Al amanecer seguía con el dolor de haber perdido lo único que me quedaba; mi única esperanza de no envejecer en soledad. A mis alrededores solo había escombros y las provisiones eran cada día más escasas. No iba al mercado desde hacía dos semanas y las gallinas habían dejado de poner huevos, por lo nerviosas que se encontraban. Ya dos de mis vacas habían muerto, presas de una misteriosa peste y tres de mis caballos se habían escapado tras los retumbos en la lejanía. Tan solo disponía de seis gallinas, una vaca y un caballo que me mantenían ocupada día tras día. Sintiendo el peso de las horas y de las semanas que avanzaban a paso ligero; convirtiéndose en un tormento poco anhelado.

Me puse el sombrero de ala ancha y me cubrí con el viejo chal. Salí al jardín para recibir un poco de sol, re-meditando en que mi fortaleza aún se encontraba dormida. Quizás era yo la que me empecinaba en que así fuera. ¿Dónde estaba mi testarudez de cuándo joven? Ahora simplemente era una viuda solitaria sin hijos, marido ni familia. Con tres vecinos esparcidos por ahí, pues los demás optaron por huir mientras había tiempo.

Tras pisar el jardín, en la lejanía y cerca de lo que un día fue mi sustancioso huerto, se encontraba un bulto mugriento. Parecía un saco de ropa proveniente de la guerra. Con lágrimas en los ojos y una sonrisa tonta, corrí desesperada pensando que se trataba de las pertenencias de mi esposo, pero mi sorpresa fue tal que comencé a convulsionar.

Mi cuerpo se agitaba entre temblores y jadeos lloriqueantes. No lo podía creer...

En el jardín de mi casa había un soldado sobreviviente o eso parecía porque no le vi moverse y tampoco gemir. Me alegré pensando que el telegrama había sido un error, convencida de que ese cuerpo, era el de Jonathan quien se había arrastrado desde su temporal tumba, para reunirse en el paraíso a mi lado, tal y como me había dicho en su última carta.

Recorrí todo su cuerpo con mis manos, palpando la fría superficie de su piel. Puse mi mano sobre su espalda húmeda en sudor y luego lo giré boca arriba. Miré su rostro de niño, embadurnado en sangre, raspones y tierra. Seguí recorriendo su cuerpo con la mirada agitada y entonces di con sus piernas. Una de ellas estaba destrozada, con lo que parecía ser una espantosa herida de bala. El otro pie estaba descalzo y lleno de costras, lo que me hizo pensar en Jonathan y su injusta muerte. Un escalofrió me rodó por el cuerpo y las lágrimas presentes se hicieron aún más abundantes. Mi esposo no pudo haber muerto; no así.

Cuando los primeros rayos del sol dieron en el rostro del chico, sus ojos comenzaron a brincar en un acto del nervio reflejo. Abriéndolos y cerrándolos como si la luz le impidiera mirar a su alrededor con profunda claridad.

Me quedé mirándolo fijamente, pensando ¿Qué debía hacer? Dejarlo ahí no era prudente, pero llevarlo a mi casa lo era poco menos.

–¿Puede hablar?- pregunté con la voz rasposa. El chico parecía no entender mi pregunta, entonces me acerqué más a su cuerpo y le repetí la misma pregunta cerca de su oído. En respuesta recibí un movimiento débil de cabeza –¿Cómo se llama?

–Ar...Arthur-

Balbuceó con poca gana. Su pecho se elevaba con dificultad tras cada respiro, y su abdomen parecía no tener vida pues en cada inhalación no le veía protuberancia alguna. Parecía más bien un cajón al que una bestia le había marcado con un profundo mordisco.

–Vamos Arthur, le ayudaré- demandé una vez que supe lo que debía hacer –¿Puede ponerse de pie y apoyarse en mí?

El chico hizo un gran esfuerzo y después de gemir y quejarse como un gatito, logró colgarse de mi hombro con dificultad. Lo encaminé hasta mi casa y lo senté en una silla del comedor.

Estaba tan polvoriento y sucio, que no podía dejarlo acostado sobre mi cama.

Mientras preparaba agua caliente y hervía unas toallas limpias, pensaba en qué locura estaba por hacer. Si los soldados descubrían que tenía en mi casa a un soldado herido, nos fusilarían a los dos.

Me giré repetidas veces, comprobando el estado de salud del joven. Parecía desvanecido en la silla como un viejo títere. Temí por su vida, agitándoseme el corazón como si una vez que lo entré en mi casa, mi compromiso para con él fuera aún mayor.

Dejé la olla con el agua hirviendo en la cocina, y le llevé un tazón de agua con azúcar para reanimarlo un poco. La debilidad de sus labios pálidos, le impidió beber un simple trago, regando gran parte del líquido en su ya de por sí asquerosa camiseta.

–Tiene que beber si quiere recomponerse.

Hablé molesta, con un tono regañón.

El chico rodeó el tazón con sus manos temblorosas, de largas uñas ennegrecidas y se llevó el agua a los labios despellejados, agitando el cuerpo con cada trago y devorando aquel manjar, como si llevara varias semanas sin beber ni probar bocado alguno.

Después de observarlo con curiosidad, me acerqué de nuevo a él y me hinqué enfrente para sacarle la camiseta. Limpié su pecho de niño con una esponja, rozando su piel pálida con el agua tibia. Luego bañé el resto de su cuerpo de igual manera, refregando cada esquina con solo agua y arrancando de cada poro, la mugre encarnada. Cuando acabé, envolví su herida de bala con una venda limpia y lo llevé a descansar sobre mi cama.

Regresé a la cocina para preparar una sopa y ofrecérsela cuando despertara.

Mientras cortaba los escasos ingredientes, mi cabeza giraba alocada y mi corazón agitado parecía desbocarse. Giré mi cabeza sobre mi hombro, para mirarlo dormido en mi recámara. Esperé encontrar cierta calma en aquella corta distancia, pero no fue así. Algo en ese chico me turbaba mucho más de lo que mi fuerza de voluntad, era capaz de controlar. 


Preciado Secreto (Romance historico- época) completoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora