Solis

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Solis se encontraba en la cima del Monte Esperanzar, la montaña más alta de su reino, Nidartis. El Monte fue el hogar del guardián de fuego. Un ave con plumas rojas y amarillas. El primer descendiente del Diosluz.

Mientras Solis pensaba en lo alto del Monte, sintió un fuerte viento que revoloteó su pelo. Escuchó un ruido pulsante y observó el cielo. Enfrente de ella hacia el este, se encontraba una gran ave. No podía determinar su color ni sus detalles, se encontraba frente al sol que apenas subía sobre el horizonte. Mientras observaba se llenó de terror. Lista para un ataque desfundó su espada y limpió su mente de pensamientos. En ese momento un relámpago salió del ave y cayó sobre la montaña, iluminando su rango visión hasta dejarla casi ciega. La luz escondía algo, alguien.

Solís, La Reina despertó agitada. Volvió a tener esa misma pesadilla, la cual, llevaba años sin tener. Trató de mantener la imagen que tenía en su mente, tenía que ver qué había detrás del relámpago. ¡Pum! Un sonido la alarmó y salió de su reverencia. Enfurecida, se levantó de la cama. Caminó hacia el balcón y atrancó la ventana fuertemente. Había mucho viento.

-Se avecina una tormenta -pensó.

Empezó a caminar rápidamente hacia el otro lado de su habitación. Tenía que saber que significaba el sueño. Tenía que saber quién era el ave y a quien escondía. No podía entender, solo existía un ave gigante y ella la tenia presa y sin poderes. No podía ser un Ornit. Esa orden estaba casi extinta. Los últimos se encontraban en su calabozo y bajo su control.

Tardó en cruzar la enorme habitación. En medio se encontraba su gran cama. Encima de su lecho colgaba un candelabro de oro, con miles de velas. Ninguno de sus sirvientes sabía como podía encender tantas velas. En la cabecera había un escudo rojo con la imagen de una enorme ave prendida en llamas, con sus alas desplegadas. Enfrente se encontraba un tocador de caoba. Sus patas parecían ser el mismo tronco del árbol, pero brillantes. Arriba se encontraba un espejo. En el marco había miles de pequeñas hojas talladas de oro. Del lado derecho de la blanda, hacia el éste, había una ventana con un arco. Afuera un balcón de media luna con dos grandes estatuas en las esquinas, eran águilas. Desde ese punto, se podía observar todo el horizonte. En los días despejados se podía divisar la línea de montañas que circulaba el continente.

En el lado opuesto de la ventana, en la dirección que caminaba la Reina, había una enorme pintura. La pintura contenía la imagen de un Rey culminando una gran batalla. Detrás del Rey, en el horizonte, todo ardía. Sobre el monarca se encontraba una gran ave de ojos azules donde se podía observar una grandeza indescriptible, un poder antiguo. El ave se mostraba triunfante con su enorme pico abierto, como gritando. Sus enormes plumas rojas ardían intensamente. Las plumas amarillas de su pecho reflejaban la luz del sol con intensidad y sus dos grandes alas desplegadas la sostenían sobre el Rey. Muerto a sus pies, un hombre de cuyo cuello colgaba una insignia de una serpiente emplumada y que en su mano derecha sostenía una espada prendida en llamas. A su alrededor, miles de plumas negras bañadas de sangre.

La Reina estaba llegando al costado de la pintura que parecía ya no impresionarla. Silbó una pequeña melodía y una puerta escondida se abrió instantáneamente. Detrás de la puerta se encontraba un pasadizo obscuro y unas gradas de piedra que subían en espiral. La reina tomó una antorcha que se encontraba recostada en la pared, sobre la primera grada. La sostuvo, silbó otra melodía y un cirio se incendió. Cuando se estabilizó el fuego, la reina empezó su asenso por las escaleras, la puerta se cerró detrás de ella. Era un pasadizo estrecho que subía formado por miles de escalones haciendo la subida agotadora y desagradable. La Reina cada vez la recorría menos, solo en emergencias como ésta.

AnayanzinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora