Capitulo 21

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Capítulo 21



SIEMPRE CORRIENDO. No para usted -decía Lucrecia, recogiendo la ropa sucia del canasto en el baño.


Lavinia se arreglaba rápidamente para regresar al trabajo. Su único logro con Lucrecia era que ahora le dijera "Lavinia" en vez de "niña Lavinia" y que, de vez en cuando, le hiciera confidencias sobre el nuevo amor que la mantenía cantando mientras hacía los oficios domésticos: era un electricista, un hombre de cincuenta años que venía ya de regreso de las correrías juveniles, y le había ofrecido matrimonio y una casita. La boda se realizaría al mes siguiente.


Lavinia sería la madrina. "Porque usted es mi amiga" afirmaba Lucrecia. Y Lavinia ya se había resignado a esta "amistad". Le había sido imposible romper el patrón de relación tradicional de servidumbre.


Quizás en otra época, en otro tipo de sociedad, en el futuro, las cosas cambiarían para ambas. Quizás entonces la aceptaría como igual, pensaba Lavinia.


Terminó de pasarse la pintura de labios, recomendó a Lucrecia que comprara pan en la pulpería cercana y salió de nuevo al trabajo.


Efectivamente, en los últimos meses, desde que se iniciara la construcción de la casa del general Vela, andaba con el tiempo desordenado. Tenía tantas cosas que hacer que las veinticuatro horas del día se le hacían insuficientes. Parecía que todo a su alrededor se hubiese puesto de acuerdo para acelerar el ritmo al unísono. No sólo tenía que lidiar con Julián, los ingenieros, los proveedores de materiales, los carpinteros y decoradores de interiores, frenéticos con el plazo impuesto por Vela, sino que el Movimiento también parecía haber entrado en un activismo enardecido. De pronto habían aparecido caras nuevas, hombres y mujeres silenciosos y risueños, que le tocaba trasladar, en madrugadas y atardeceres, al camino de los espadilles.


Sebastián la mandaba a buscar cosas extrañas: por ejemplo, quince relojes, que funcionaran a la perfección, sincrónicos; vestidos de fiesta, cantimploras para agua.


Felipe, ocupado en quién sabe que actividades inusuales, se ausentaba los fines de semana, regresando agotado los domingos por la noche.


Ella sospechaba que asistía a entrenamientos militares porque volvía con las uñas y el pelo sucios de tierra y traía, en una bolsa, mudas de ropa enfangadas que desesperaban a Lucrecia.


Así, en un crescendo de acontecimientos, pasaban los meses. El verano se anunciaba ya en los vientos de noviembre. La lluvia, desde octubre, había cedido lugar a los días claros, permitiéndoles avanzar rápidamente en la construcción de la casa de Vela.


El general seguía insistiendo en invitarla a "fiestecitas", pero ya Lavinia había dejado claramente establecido que la relación debía mantenerse en el terreno profesional. Bajo los consejos de Sebastián, le advirtió -de la forma más cordial y diplomática- que, o la aceptaba profesionalmente o pediría que otro arquitecto asumiera su responsabilidad. Fue un momento tenso e incómodo, pero finalmente Vela pareció ceder y bajó el ritmo de sus asedios que ahora se mantenían a un nivel más manejable.


Sentada ya en su escritorio, revisando los contratos con los proveedores de cortinas y alfombras, repasó de nuevo en su mente la tarea que debía realizar esa noche, el enfoque que tendría que utilizar para convencer a Adrián de que prestara su colaboración al Movimiento.


Había casi olvidado que, en una época (¡le parecía ahora tan lejana!), Adrián hablaba a menudo del Movimiento, nombrándolo con respeto y una callada admiración. Fue él quien le dio las primeras explicaciones sobre sus objetivos en los días del juicio al alcaide de la prisión La Concordia, cuando ella los llamaba "suicidas heroicos".

La Mujer HabitadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora