capitulo 4

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Capítulo 4



AMANECIÓ CANTANDO. Canta mientras se baña. Me alegro que esté contenta. Yo también lo estoy. Doy frutos.


Las naranjas aún son pequeñas y verdes. Será cuestión de pocos días para sentirlas redondas y amarillas. Me alegro de haber encontrado este árbol. Fue de las pocas cosas buenas que trajeron los españoles. Nos robábamos naranjas cuando pasábamos por sus plantaciones, Yarince y yo. No a todos les gustaban. En cambio nosotros las devorábamos porque su jugo es fresco y refrescante. No es como el mango que lo deja a uno más sediento. Aunque también me hubiera gustado ser mango. Pero tuve buen tino. No sé qué hubiera hecho de haber emergido en el cactus que está tan cerca. No me gustan los cactus. Sólo me recuerdan los arañazos en las piernas.


La naranja tiene una pulpa carnosa, trabajosa en su confección. Son miles de pequeños envoltorios, leves pieles para envolver la carne, otra piel para separar los gajos, luego la cáscara y muchas semillas: pequeños proyectos de hijos dejados al azar de voluntades veleidosas.


Espero que mis semillas tengan buen fin.


Puedo ver tan de cerca él interior de la fruta. Estar en ella, sus achatados extremos, su redondez. "La tierra es redonda y achatada como una naranja." Era el gran descubrimiento de los españoles. Me río de ellos. La tierra es como yo.



Cuando llegó, Sara hacía su diaria ronda por el jardín. Adrián y ella llevaban ya seis meses de casados y Sara hacía el papel de ama de casa a la perfección.


Vivían en una casa antigua, de cuatro corredores y amplios dormitorios de ventanas ojivales. En el jardín interior, había un árbol de malinche que crecía encima del techo y daba sombra al interior. Alrededor del árbol -que florecía rojo incendio una sola vez al año-, Sara colgó helechos y sembró begonias de todo tipo, jalacates y rosas.


El jardín agradecería el cuido brotando hermosas flores.


Las amigas habían establecido la costumbre de desayunar juntas los sábados. La mesa estaba preparada: el café caliente, las tostadas, la mermelada brillando a través del cristal, la mantequilla en su recipiente de plata, vajilla nueva, manteles nuevos.


En la casa flotaba aún el ambiente de regalos de boda. -"Señora" -dijo Lavinia en tono de broma, acercándose a la mesa-, veo que ya tiene todo listo para nuestro desayuno.


-Esta vez no hice panqueques -dijo Sara-. Y como sos puntual, nunca defraudas mis preparativos. No se me enfría el café, ni se ponen tiesas las tostadas como me pasa con Adrián, que, justo a la hora de comer, decide que no puede soltar el libro o está en el baño "lavándose las manos" interminablemente.


Rieron mientras se sentaban a la mesa y Sara servía el café humeante en las tazas de porcelana blancas.


Lavinia miró las facciones de dama del siglo XVIII, delicadas y finas, "cutis de porcelana" -decía Sara bromeando-; llevaba el pelo rubio recogido en un moño. Toda ella era leve y suave.


-¿Cómo va el trabajo? -preguntó Sara.


-Bien -respondió Lavinia-. Acostumbrándome todavía a que los sueños, sueños son. Creo que Felipe tuvo razón con la jugadita del Centro Comercial. El mundo de los negocios es duro. Nada se pudo hacer por los pobres precaristas. Los dueños no iban a ceder su terreno recién comprado. Están lejos de ser filántropos.


-Así es la vida -dijo Sara-. No te preocupes que esa gente está acostumbrada. ¿Y ahora qué estás diseñando?


-Una casa -respondió Lavinia, sorbiendo el café, pensando cómo para Sara todo era tan "natural"-. Ya sucedió lo de Felipe -añadió, sin poder reprimirse.

La Mujer HabitadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora