La Iglesia

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30 de octubre, 1849

Querido David...

Una semana ha pasado desde que te mandé mi última carta, y ayer a mediodía la tuya recibí. Me alegra saber que al fin te has decidido por coger el dinero. Y dado tu situación económica... he optado por pagarle yo a los obreros irlandeses de los que tanto en mis primeras cartas te he hablado. No puedes darle pie a una discusión en cuanto a mi decisión, pues ya pagados están estos hombres y en marcha se pondrán pasados un par de días. Son hombres encantadores y transmiten cierta confianza. Algo que dudo mucho que podrás conseguir con algún extranjero de las tierras del este...
En cuanto a mis días en Redington, han sido tanto placenteros como inquietantes. A la mañana después de la cena, me decidí por ir a tomar el desayuno al hostal de la señora Smith. Un desayuno que sobrepasaba mis expectativas ya que, al igual que la cena, aquel desayuno era digno de nuestra reina Victoria. Me agrada el ser recibido en ese hostal con tanto cariño. Sin duda alguna, Julia está haciendo un buen trabajo en cuanto a su política de recibir a sus invitados como si estuvieran en su hogar. Aunque dudo mucho que en mi hogar tenga un recibimiento mejor que este. Tras el desayuno decidí volver a mi residencia seguir con mi libro, pero por alguna razón mi imaginación me había abandonado. Y ahí estaba, plantado ante la ventana sin saber cómo despertar aquellas palabras que de mi se escondían en mi propia cabeza. Y me fijé en aquellos robles que al pueblo rodeaban. Desafiantes se alzaban por encima de los tejados... hasta parecían incluso bailar con el viento. Y sin haberme dado cuenta, ya me había adentrado en el interior de aquella espesura.

Había un precioso camino de piedra tallada nada más entrar al bosque, y este seguía y seguía adentrándose cada vez más entre todos aquellos troncos. Si te soy sincero, no tengo ni la menor idea de cuán largo era, pero aún así lo había recorrido hasta el final para darme cuenta de que no desembocaba en ningún sitio en particular. Lo único que seguía eran árboles y más árboles. Eso sí, al volver por el camino, me he percatado de que al lado de este había una pequeña cascada. No tengo ni la menor idea de cómo no me había dado cuenta antes de que estaba ahí, mientras bajaba por aquel camino. Y estoy seguro de que en el interior había una cueva, la cual mis ojos distinguieron por tener un tono más oscuro. Cueva en la que, seguramente, podría caber. Aunque interés alguno no tengo por el buceo a estas alturas del año. Y de todas formas, a esta fuente no me acerqué. Lo que hizo que retrocediera fue un olor a carroña cuya peste era espantosa. Y dioses si apestaba. Tanto que hasta náuseas llegaba a provocarme, por lo que me decidí por alejarme de aquella pequeña cueva. Aquel olor vagamente un recuerdo me había traído. Una mala experiencia con un perro delante del edificio en el que residía en Londres... Sin esperar mucho más, en marcha hacia el pueblo me puse y deprisa había tenido que volver ya que aquel aspecto de las nubes y el tronar de estas parecían anunciar una lluvia. Casi se me olvida mencionar algo de lo que me había dado cuenta al estar a medio camino dentro del bosque: no se escuchaba el ruido de ningún animal. Ni el cantar de los pájaros si quiera... Y no sabes cuánto me estremeció aquel descubrimiento. Silencioso y un tanto triste. A partir de entonces el despertarme se me hizo un tanto raro, ya que el cantar de los pájaros me faltaba. Aquello se lo comenté a la señora Smith, con la cual me encontré comprando mientras andaba de camino a mi casa, a lo que ella me respondió que quizás imaginaciones mías fuesen. Y quién sabe, quizás de verdad lo fueran. Tan intrigado estoy con esa maldita calle que llego incluso a perder la noción del tiempo. Y las náuseas que me habían provocado aquel olor me había descolocado por completo. Curioso tuve que nacer...Y no volví a recuperarme hasta bien entrada la tarde. Por suerte, mi imaginación al fin ha decidido acompañarme durante aquella larga velada. Apenas recuerdo el haber parado de escribir.
Gracias a Dios que el café que me había preparado casi a finales de aquella tan lucrativa madrugada me había ayudado a soportar un par de horas más. Aunque la pluma tuve que dejar ya llegada la mañana para marcharme a descansar. Y de mi residencia no había salido, salvo para caminar y despejarme un poco y a comprar algo de comer. Dos largos días de trabajo que me habían dejado un tanto exhausto. Y quizás te atreverías a comparar tu trabajo con el mío, como en muchas ocasiones ya hicistes, pero he de recordarte hermano mío que nuestras discusiones acerca de este tema terminaban sin vencedor.

Harvington StreetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora