El Testamento

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Me mintieron. Por supuesto que lo hicieron. Se atrevieron a burlarse de mi, llamándome loco, y ahora esperándome en la puerta están. ¡Que esperen como perros bajo la lluvia, pues es lo que en realidad son! Son bestias... Las mismas que asesinaron a aquella pobre muchcacha. Las mismas que se deleitan con la sangre y carne de los mortales. Que Dios se apiade de mi alma pues por mis venas corre el fuego y el deseo de matar.

Volví esta misma mañana a aquella casa, armado con un hacha, buscando cualquier prueba que apoyaran mis palabras, pero no había encontrado absolutamente nada. Ni el olor a carroña ni algún rastro de sangre. Todo se había desvanecido de aquella habitación. Busqué en otras... En todos los rincones de esa maldita casa, y nada... Tan sólo el sótano me quedaba. Tuve que romper la puerta que daba a las escaleras, y cuando los rayos de luz pudieron pasar, pude ver con total clarida un enorme agujero en el suelo. Una cueva subterránea, diría yo. Me llené de valor y me lancé a su interior, donde el agua me llegaba hasta la cintura. Me dejé llevar por la corriente y con el brazo en alto para poder iluminar con la lámpara todo a mi alrededor. No recuerdo cuánto caminé, pero pude ver finalmente una luz que se abría paso dentro del agua. Me sumergí, decidido a ver qué había al exterior, pero mis ojos se posaron tan sólo sobre aquella tétrica imagen que en el fondo del pozo yacía. Huesos, decenas de huesos y calaveras. Esparcidos por las negras... ¡Mirándome! Y entre todos aquellos huesos pude ver el rostro de la joven. Incluso muerta parecía deslumbrar dulzura. No tardé en darme cuenta de que me encontraba en el mismo pozo que me había encontrado en el bosque. El mismo pozo que desprendía aquel asqueroso olor, y ahora sé por qué. Cuando salí de él pude escucharles susurrar entre los árboles. Me querían. Querían mi carne. Pero no estaba asustado. Ya no más. Podía oírles corriendo detrás mía, arañando el suelo de piedra con sus garras. Jadeaban como lobos y gruñían mi nombre.

Y ahora me están esperando en mi puerta. Y dejo estas últimas palabras como si testamento mío fuese. Dejo la verdad y la mentira. Dejo la locura y mi alma maldita. Dejo un alma temeraria cuyos miedos tan sólo se tranfsorman en ira.

Que Dios me reciba con los brazos abiertos, pues yo recibiré a la Muerte con el hacha en mano.


Harvington StreetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora