(Diario de Jacob Harrison)En esta madrugada sin luna despierto estoy, aterrorizado e impidiendo que mis lágrimas lleguen a escaparse. Locuras como estas jamás habrán de ser contadas, pero lo necesito. Lo necesito para convencerme de que todo lo que mis tristes ojos vieron fue real.
Me encontraba en la última cena a la que iba a asistir, cuando una muchacha con su padre por la puerta entró. Un noble señor de cabellos blancos, cuya mirada fría era, acompaña a su hija de facciones tan dulces como su voz. Tan joven era. Y digo era pues ya más no lo es. Muerta está. Y se me desgarra el alma al mencionar estos hechos.
Su padre se llama Thompson. Henry Thompson. Y ella se llamaba Sophie. No me quedó claro a qué se debía aquella visita a este pueblo, pues me perdía entre los relatos de este noble caballero. Una vida triste, pero entretenida. Como si un poema fuera. Y si hija, como no, toda la atención de los hombres llamaba. Incluso parecía disfrutar de ello. Salvo algunas de las damas...
Y la cena ya casi se acercaba a su fin, pero yo me tuve que marchar antes. Cansado estaba, y tenía que preparar mi equipaje. Por suerte (o no), Sophie me pidió que la dejara que me acompañe. Tan dulce era... Y ahí nuestra noche terminó, ante mi puerta y una breve despedida. Después me dispuse a ir a mi cita con Morpheo.
Pero ahí la noche no acabó. Tras una amarga pesadilla me desperté en mi cama, sudoroso y blanco. No recuerdo qué pesadilla era aquella, pero prefiero no hacerlo. Y para calmarme, me dispuse a asomarme por la ventana a tomar algo de aire fresco. Para mi asombro, no había silencio. No... Podía oír voces. Pero no voces hablando, sino que cantando. Miré hacia donde estaba el hostal de la señora Smith, y pude comprobar que las luces apagadas estaban. Estuve quizás más de diez minutos intentando averiguar de dónde venían aquellos cánticos sin moverme de la ventana. Pero estos ya habían cesado. A estos los siguieron unos pasos. Sonaban torpes y como si estuvieran desnudos. Y acerté, pues eran los pasos de Sophie, que con un vestido blanco y descalza estaba caminando anti mi ventana. La llamé varias veces por su nombre, pero esta parecía no escucharme. Estaba sonámbula. E intrigado y preocupado, cogí mi abrigo y salí a seguirla. Por un momento pensé que la había perdido, pero la encontré caminando a unos 50 metros de mi. Se paró ante una de las casas de la calle Harvington que habían sucumbido a las llamas. Al fin las ideas volvieron a mi mente. Al fin las palabras que vine a buscar golpeaban con fuerza mi cabeza para poder entrar. Pero no me paré a pensar en ello. No tenía tiempo. Volví a perder a Sophie, y se debía a que había entrado en aquella casa.
Estas palabras sonarán como si un loco las hubiera escrito. Y quizás loco esté. No sé en qué momento se me podría definir como tal, pero quizás lo más acertado sería decir que loco estaba por entrar en aquella casa. Oscura era, como si un velo negro la estuviera cubriendo. Aún podía oler la madera quemada. Y las cenizas aún seguían por el suelo. Mis pasos iban con sumo cuidado para no romper el suelo y hundirme en este. Y al llegar a unas escaleras pude ver una tenue luz que venía del pasillo. Y a esta la acompañaba el sonido de algo crujiendo. Rompiéndose y desgarrándose. No me atrevía a volver a llamar a la muchacha. Estaba absolutamente aterrorizado. Y este terror aumentaba a cada paso que daba. Y ahí, entre la luz y la puerta entrecerrada pude ver el cuerpo de Sophie tendida sobre el suelo. Como un cadáver... No, como no... Era un cadáver. Me di cuenta de ello cuando vi sus entrañas manchando el suelo. Cuando su cabeza parecía desprenderse del cuello. Y junto a ella estaba esa repugnante bestia, mirándome y con la boca ensangrentada. Sus ojos carmesí ardían, pidiendo más. Y yo sentía cómo la Dama Muerte me estaba abrazando por la espalda. Salí lo más rápido que pude de aquella casa, deseando que al mirar atrás aquél monstruo no estuviera siguiéndome y pidiendo saborear mi carne. Gritaba por las calles mientras las luces de las casas iban encendiéndose, asustadas por aquel espectáculo que yo daba.
Nadie daba crédito a alguna de mis palabras. La señorita Smith afirmaba una y otra vez que el señor Thompson y su hija se marcharon poco después de la cena. Según ella porque algo urgente le había surgido. Intentaron calmarme, pero parecía que más que calmarme intentaban hacerme creer que estaba loco.
Y aquí estoy, ante mi mesa y la ventana, deseando que la bestia no viniera a tocar mi puerta.
Y que Dios me perdone si cierto es que he caído en la locura.
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Harvington Street
AcakIlusionado y emocionado, el escritor Jacob Harrison va en búsqueda de uno de los mayores misterios de aquellas épocas, escondido y esperándole en Redington. ¿Encontrará lo que tanto ansía? ¿O tan sólo encontrará locura?