Demencia.

102 2 0
                                    

Mi amor es enfermizo. Mis brazos delgados y largos.
Cuando me abrazas estoy feliz, y cuando no, lloro con facilidad lágrimas negras que salen de mí como la propia vida. Y a la vez, me empiezo a clavar el filo de un cuchillo cualquiera en la muñeca o en el codo y contemplo como sale la sangre poco a poco cada vez con más fuerza y se mezcla con mis diminutas lágrimas negras a mitad de camino del suelo mientras llevo mis manos a la cabeza.
Y puedo ver el arte que se va creando magicamente que me deja satisfecha.
Vuelvo a la cama y duermo.
Esa noche, se me olvidó limpiar el charco en el suelo de la cocina y simplemente me dormí pensando en ti dulcemente.
A la mañana siguiente el rostro preocupado de mi madre me amargó la mañana cegandome del susto.
Mi madre me acosó a preguntas sobre aquel charco. Nada me hizo sentir tan mal. Ella no comprendía mi arte, por eso lo había guardado en secreto y por eso llevaba guantes o camisetas de manga larga que tapaban mis heridas.
Una canción sonaba en mi cabeza entre tanta tortura. Mi madre lloraba lágrimas transparentes, lágrimas de mortal mientras fregaba el suelo e intentaba explicarme que no estaba sola.
<Claro que no estoy sola, te tengo a ti> pensé refiriéndome a esa persona tan especial a la que abrazaba cada vez que podía.
Pasaron algunos días, yo trataba de seguir con mi vida normal pero mi madre era incapaz. Llamó a médicos y psicologos para que vinieran a ver mis heridas y para comprobar que no estaba demente.
Nada especial digeron, sólo palabras pedantes que mi madre aceptaba sin enterarse de nada.
Empecé a tomar pastillas, cada vez más y más fuertes. Me dejaban la boca seca y me provocaban insomnio. Yo seguía cortandome por puro placer a la vez que lloraba.
Te veía de vez en cuando. Te abrazaba deseando no volver a soltarte nunca más. Sé que tú sentías lo mismo. No te conté nada de las pastillas para no preocuparte, pues no le di importancia.
La piel se me secaba como otro efecto secundario más de la medicación y, poco a poco, el cortarme se me hizo insuficiente. Quería probar nuevas sensaciones, otros cuerpos. Empecé a matar. No fue difícil con el precioso cuchillo de plata que me regaló mi padre.
Empecé con inofensivos niños que diambulaban cerca del colegio de mi hermana. Les hablaba dulcemente hasta que se convencian y me seguían hasta el sótano del colegio que yo misma había estudiado para no tener sorpresas.
Les tapaba los ojos con una venda negra y luego la perforaba con la punta de mi cuchillo hasta sentir los globos oculares ceder y acto seguido veia como la cara del niño empezaba a sangrar y a llorar a la vez mientras yo me regocijaba sacando poco a poco el cuchillo y lamiendo lo que quedaba en él. Luego experimentaba. Les daba besos en los mofletes y en la frente y les arrancaba el pelo. Les partía los dientes chocandoles contra la pared y les desencajaba los huesos de hombros y rodillas. Luego habría poco a poco su pecho y husmeaba en sus órganos relamiendome.
Cuando me daba por satisfecha les abandonaba en el sótano y me iba.
De eso también me cansé.
Pero antes de que pudiera llevar a cabo mi siguiente plan con personas de mediana edad, alguien me descubrió. En el fondo no me importó, pues había dejado de tener vida prácticamente.
Excepto por ti. ¿Qué pensarías cuando me vieras al otro lado de las rejas?
Mi madre preguntaba por teléfono si era posible ingresarme en un hospital mental en vez de llevarme a la cárcel directamente. <¿Un loquero? ¡No, por favor!> exclamó mi conciencia.
Mi madre colgó y entre sollozos insoportables de victimizarse como si ella fuera la más afectada me dijo que según lo que pasara en el juicio, decidirían qué harían conmigo.
4 de abril. Llegó el día del juicio. Me vestí elegante para la ocasión.
Me hicieron muchas preguntas, respondí a todas con la verdad.
-¿Mató usted a Alvaro Suárez?
-No conozco a esa persona. -Respondí yo muy borde.
-Es un niño de 6 años.
-Entonces puede que le matara, he asesinado a varios niños de esa edad pero no me sé sus nombres.-
El hombre me mostró una foto del niño. Yo apenas la miré. -No recuerdo su cara. -Dije.
Largas horas pasaron. El juez me declaró inocente a pesar de haber confesado los crímenes más inhumanos abiertamente.
Así lo hizo, pues no tenía ninguna prueba de haber matado a nadie.
En el sótano no habia huellas, porque yo no tengo huellas en las manos, me las corté por accidente.
Ningún testigo se atrevió a afirmar nada, sólo temblaban evitando mi mirada de intento de simpatía en vano.
A día de hoy, 10 de octubre estoy ingresada en un hospital mental o como se suele llamar "manicomnio" en el que nunca curan nada. Puedo recibir visitas por ahora. Tú vienes una vez a la semana y te abrazo como siempre. No noto cambio en nuestra relación ni te noto más apagado y eso me gusta pues eres el único que no me mira con cara de miedo ni decepción.
Tus abrazos son el cálido alimento de cada semana que me motiva a seguir viva. Hablamos de poca cosa, pero tus abrazos me llenan más que cualquier conversación.
Estoy planeando cosas en mi cabeza pero no te lo digo, total ¿para qué? soy feliz con tus abrazos.
Quiero tener todo este edificio para mí. Pienso matar a cada paciente, a cada enfermera.
No planeé el cómo hacerlo. Simplemente lo hice. Cada día un cuerpo nuevo se me presentaba para desgarrarlo. No sé si ellos eran demasiado tontos, o yo muy inteligente, pues me resultaba tan sencillamente fácil.
Una compañera de cuarto que me asignaron un día me contó que había muchas medidas para evitar que los pacientes mataran a los demás, y que estudiaban la mente de cada paciente para calcular cómo de retorcido era su plan.
Creo que es por eso que me era tan fácil matar. Yo no soy retorcida, simplemente entran y les mato. No cálculo nada, ni quiero vengarme de nada, sólo me gusta.
A mi compañera también la maté. La corté los senos como rebanadas finas y la abrí en canal para chupar sus pulmones. Me pillaron lamiendola y decidieron no ponerme más compañeros.
Y bueno, sin ninguna cautela, según las enfermeras me iban visitando para traerme mi medicación las hacía cosas parecidas. Cuanto más jovenes más disfrutaba, su sangre más espesa era. Algunas veces las cortaba a lo bestia cada pedazo de piel y eso me agotaba.
Cuando llevaba 6 enfermeras esa semana me alegraba, porque sabía que me tocaba verte a ti por fin. Siempre estabas ahí, nunca fallabas. Eres mi mejor amigo.


Amor: Poemas y relatos cortos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora