Prólogo

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Hace muchos años, en un reino tan lejano como el horizonte en pleno amanecer, existió un rico reino en los confines del planeta. Algunos lo conocían como Oridia, una vasta extensión de tierra que tocaba los mares y abrazaba las brisas marinas. Otros lo apodaban el País de Piedra, y, otros más rebuscados, el País de la Pólvora Celeste. Nadie entendía el origen de dichos apodos, pero quien fuera que los puso era una persona claramente creativa y con unas inclinaciones a la clarividencia.

Durante esos años, hubo muchas guerras. Los reinos de alrededor del país luchaban por conquistar los ricos territorios y reinos que incitaban a la riqueza fácil y el trabajo sencillo. Podría decirse que era una vida de ensueño, pero los que se negaban a las conquistas parecían opinar lo contrario. Oridia era carcomida poco a poco por la avaricia de sus vecinos y sus reinos empezaron a entrar en crisis. Parecía que las divinidades se enfadaban con los pecados terrenales y su única manera de castigar a sus infieles era mandando el peor invierno de la historia del país. Hubo grandes hambrunas que terminaron con una gran parte del país. La gente buscaba asedio mientras las guerras mataban a miles de ciudadanos que buscaban la salvación.

Fue al final del invierno cuando llegó la salvación a manos de un pacto entre reinos. El 11 de noviembre de un invierno infeliz llegó, en carroza, una joven con rostro sereno e inocente. Las puertas de palacio se abrieron para ella, una tras otra, hasta llegar a la alcoba. Allí esperaría por un matrimonio que ella no deseaba, algo que esperaba con el corazón nervioso y tembloroso. No le gustaba la sensación que le daba aquel palacio en los confines del mundo, allí donde el mundo empezaba y terminaba. El centro de oro y plata del universo. Algo que ella debería abrazar pero algo que no sentía que estuviera hecho para ella. Simplemente se sentía fuera d elugar, lejos de casa y alejada de sus familiares y ciudadanos, que tanto la querían y respetaban.

Poco, a poco, la chiquilla se acostumbró a la vida en la corte. Un marido amable y honesto, responsable y lleno de vida. Ella le abrazaba por las noches y se dejaba abrazar. él la tocaba y ella se dejaba tocar. Poco a poco, aquel hombre se convirtió en una constante en su aburrida vida. Un tesoro que llegó de una manera seria y que luego se metió en su corazón con las horas que pasaban juntos. Él parecía quererla. Ella le quería. Pero los años demostrarían que no todo iba a terminar en el cuento de hadas que ella esperaba.

Los años de paz hicieron que las cosas se asentaran en Oridia. Mientras se planeaba un cambio de capital estratégico para que la realeza no corriera peligro, había lluvia en los alrededores de palacio. La reina Madyson, acomodada en sus aposentos, observaba la lluvia caer como un torrente sin final. Las gotas pasaban por delante de ella como si quisiera acariciarla, pero, ¿por qué se le impedía sentir tal libertad en su piel?

Había estado lloviendo durante semanas, semanas en las que la soberana se sintió sola, sola, y más sola que nunca en su vida. Su marido se ocupaba de varias operaciones estratégicas para irse a una lejana isla, un lugar desconocido que les alejaría de las fronteras con Espeos, su vecina y enemiga. La capital, por ese entonces, estaba asentada entre las montañas de la cordillera del Páliamo. Ella, mientras tanto, llevaba muchos días esperando a su marido. Apenas hablaban entre ellos. Y era lo único que Madyson podía hacer, ya que no se le permitía salir del palacio por miedo a que le pasara algo a su majestad. Lloraba lágrimas de cristal mientras esperaba a que su marido saliera de la sala de reuniones. Pero a veces eso no ocurría. Sabía que aquel muchacho estaba cambiando poco a poco, saliendo más a menudo y viéndose con más gente.

La joven reina tenía 20 años. Era vivaz y alegre, de ojos marrones y pelo de una tonalidad rubia casi blanca. Su curiosidad por explorar el mundo oculto tras las fronteras del aburrido lugar en el que estaba encerrada la estaba llevando al olvido. Sacaba la mano por la ventana, esperando que un soplo de viento se la llevara lejos. Lamentablemente, nada ocurría. Y ella seguía marchitándose. Se dormía en la cama sola, amanecía sola y lloraba sola. Las lágrimas de soledad y amargura nunca cesaban hasta estar acompañada. Pero aquello ocurría demasiado poco a menudo.

La Ley del EquilibrioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora