Se inclinó un poco para agarrar un ramo de margaritas frescas de la tienda de Margaret. Aspiró su dulce aroma de primavera y sonrió suavemente, notando como su hogar empezaba a calar en sus venas y relajaba su respiración. Nunca llegar a casa después de una larga travesía había levantado tanto su espíritu.
"Me llevaré este ramo, Margaret." habló la princesa con dulzura, sacando unas monedas de su monedero. "Quédate con el cambio, lo necesitas tú más que yo."
"Gracias por su compra, señorita Elise." la dependienta hizo una pequeña reverencia. "Estoy segura de que a su hermana le serán de su agrado."
La princesa sacudió la cabeza con desesperación. "No estés tan segura. Reese es tan asocial que hasta dudo que vaya a reconocer mi presencia cuando se las dé. Eso, si llega a abrirme la puerta."
"Bueno, mucha suerte, Su Majestad. ¡Bienvenida de nuevo!"
La chica asintió y salió de la floristería con entusiasmo, emprendiendo su camino de vuelta al castillo. Andaba con las flores abrazadas al pecho y una sonrisa feliz, como la de una niña feliz con su piruleta. Su vestido azul lavanda rozaba con el suelo con los suaves bailes de su cintura, una apresurada marcha hacia su hogar. Un lugar que había añorado desde su misma marcha hacia la misión en los confines del país.
El pelo castaño del color del caramelo brillaba a la luz del sol, resaltando el aura inocente de la futura reina de Oridia. Sus ojos castaños brillaban con emoción, mientras su pelo liso obstaculizaba su vista como los sirvientes del demonio que eran. Nunca se atrevería a decir tal blasfemia absurda en frente de su familia, menos en frente de su padre, pero eran mechones indomables que necesitarían cortarse pronto. Su cara redonda enmarcaba su dulce expresión, la de una princesa querida por todos, cotidiana, cercana al pueblo. Iba a ser una gran soberana para el agitado país. Un lugar disgregado y extenso.
Era una chica inteligente, haría su trabajo de manera excelente. Pero primero, debía ocuparse de su hermana. La siempre descentrada y silenciada hermana. Suspiró en sus pasos. Esa chica siempre estaría perdida en su mundo y no había persona en su sano juicio como para poder despertarla de su maldición. Con lo bonita que era la luz del sol y lo bonita que era ella, ¿cómo podía aborrecer alguien la luz celestial del día? Reese prefería refugiarse en las tinieblas de la noche; Elise, en las luces cenitales.
Aceleró el paso, ajustándose el vestido con incomodidad a la vez que se retorcía dentro del corsé. Hasta de viaje militar tenía que llevar corsé. Menuda tontería. De no haberlo llevado habría ido de mejor humor y hasta se habría terminado la expedición con más rapidez.
No iba a negar que la vida fuera difícil siendo quien era. Tenía mucha presión en su espalda por sus futuros cargos, además de una estricta educación y una vida muy planificada. Eso, de todos modos, no le impedía ir al pueblo a ver los festivales, a bailar con el pueblo y a jugar con los niños. Desde dentro del palacio de hielo, ella escapaba como el viento después de una tormenta. Y en aquel castillo había muchas tormentas que nunca serían apaciguadas.
Ojalá todo aquello no lo hubiera traído Reese con su supuesta maldición.
Elise alzó la mirada para ver el castillo del color del salmón. Después, miró al cielo. "Al menos no llueve." susurró con una pequeña sonrisa. Después reanudó su paso por el puente levadizo, a través del foso y entre los árboles plantados cerca.
Mientras ella cruzaba el puente, un chico de alta estatura e hipnotizantes ojos azules pasaba por el mismo puente, tirando una piedra al aire y luego cazándola con la mano. Iba mirando a la piedra mientras su pelo, rubio como el trigo recién crecido, se movía al compás del viento primaveral. Sus pasos avanzaban a lo largo del puente en una suave balada, haciendo de él un fantasma casi inaudible e invisible. Aunque su expresión dura, fría y firme le convertían en una fiera amenaza para los que buscaban gentileza y amabilidad. Oh, no. él sabía que nunca daría tal cosa.
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La Ley del Equilibrio
Historical FictionTodo lo que empieza a subir termina bajando. Mientras la lluvia nos tira al suelo y las heridas del tiempo cicatrizan, no siempre los justos pagan por pecadores. Y cuando menos nos lo esperamos llega un claro en el cielo. La cuestión es... ¿cuánto t...