- Advertencia: ligero contenido sexual (no gráfico) en este capítulo. Lee bajo tu propia responsabilidad. -
Para que quede claro, Reese no era una cobarde. Nunca lo fue y nunca lo sería.
Cada vez que se giraba después de una contemplada conversación, escuchaba los susurros de la gente. Ni siquiera podía confirmar que los escuchase, pero los podía sentir en un lejano eco. Bien podían ser alucinaciones, bien podía ser locura o podía ser la cruda realidad. Ella lo sabía, y si ella lo sabía, todos lo sabían. Era una regla básica.
Toda información negativa sobre ella quedaba pegada en aquella burbuja que había creado a su alrededor. Nada traspasaba. Solo pasaba aquello que ella quisiera, y eso no pasaba muy a menudo. Sus métodos de autodefensa eran la ausencia de percepción social, empatía o emociones débiles.
Tenía una máscara puesta, y nunca, absolutamente nunca se la quitaba. Desde la muerte de Maurice había aprendido que pasara lo que pasara e hiciese lo que hiciese, iba a acabar mal. Cualquier cosa que tocaba, moría. Su presencia atraía tormentas. Sus llantos, las pesadillas.
Esa máscara agravada por un matrimonio que nadie tomaba en serio, algo que sabía que no terminaría bien. No se veía casada con nadie, sobre todo con un desconocido. Su máscara nunca decaería para mostrar lo que pensaba.
Incluso si ella era una chica sin vida, petrificada por su sublime actuación, incluso si quedaba reducida a un manojo de respiraciones y sangre. Merecería la pena. Su silencio merecía la pena.
Y el cese de su existencia... también merecía la pena.
Pero si su burbuja había funcionado tan bien y las cosas empezaban a enderezarse para ella, ¿por qué tuvo que aparecer Zack Walker y reventar sus barreras?
No entendía en qué momento ocurrió. Pero sabía que en algún momento del camino, Walker decidió entrometerse en su vida. Reese lo supo desde aquella fatídica noche en el salón de baile. Y si ella lo sabía... ¿de veras lo sabrían todos?
A partir de él había comenzado la diferencia. Con él, todo tenía sentido - y a la vez, la cabeza perdía la cordura. Si él era un día estable de sol, ella era la tormenta del día después. Él era el día; ella, la noche. Reese huía y él la perseguía. El mundo comenzaba y terminaba con él.
Nunca había parecido sentir emociones hasta que él llegó. Todo había sido en segundo plano, una película borrosa de recuerdos venenosos. Pero él llegó, con su sonrisa tan extraña... y todo comenzó.
¿Por qué sentía entonces que su vida terminaba al estar cerca de él?
Sabía que no le amaba, sabía que nunca le amaría. Nunca podría volver a amar a nadie. Si eso era cierto, ¿es que acaso el envolverse con alguien en una relación amistosa era mejor que el amor?
Tampoco lo veía así. No lo amaba, no lo quería cerca, pero... su presencia había marcado su vida. Nada carecía de sentido cuando estaba con ella. Sin embargo, todo retomaba el buen rumbo cuando rozaba su piel.
Parecía irreal. Toda la situación era locura, surrealista. Parecía una historia de amor mal escrita, con solo retazos de realidad y cordura entrecortada. Nada tenía sentido. No le quería, no cansaría de repetirlo: nunca le querría.
No podía querer a nadie de nuevo: la naturaleza misma no le dejaba. Y ella, llena del vacío, no contrapondría su curso. Después de todo, aquello que toca se marchita. No podía amar ni acercarse.
Pero quería amarle. Quería enamorarse de él, conocerle, abrazarle todos los días y decirle al oído lo mucho que le quería. Podría permitirse una sonrisa sin torturarse por ello y terminar sus días en paz, pagando sus errores del pasado a base del esfuerzo que requiere hacer feliz a alguien. Le gustaría sentir su corazón latir por él.
ESTÁS LEYENDO
La Ley del Equilibrio
Historical FictionTodo lo que empieza a subir termina bajando. Mientras la lluvia nos tira al suelo y las heridas del tiempo cicatrizan, no siempre los justos pagan por pecadores. Y cuando menos nos lo esperamos llega un claro en el cielo. La cuestión es... ¿cuánto t...