Al Final del Camino

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Podía oír los atronadores sonidos de cañones provenientes de fuera de su calabozo.

Sin embargo, no podía hacer nada.

Escuchaba los gritos de combatientes a metros sobre él.

Y seguía quieto, manos a la cabeza y apoyado en su regazo.

Ya olía la pólvora de las escopetas siendo disparadas hacia víctimas que seguramente no tenían la culpa de sus errores.

Pero seguía ahí, parado en su celda. El frío que sentía no era siquiera comparable con el desquicio que planeaba a su alrededor, atormentando su existencia. Quería moverse, hacer algo y luchar contra todo: quizás la patria que le apresaba, o igual aquella con la que debería estar luchando. Aun así, sólo podía estar sentado en el pequeño espacio y esperar a que algo, alguien, le salvara. Sus pensamientos atropellaban la cordura que le quedaba hasta dejarle en un páramo desierto, acorralado en una esquina vacía de su mente.

No podía estar más satisfecho con el castigo que había recibido por sus acciones - unas que, por el contrario, no fueron hechas por su voluntad. El destino jugó unas horribles cartas para dejarle a él mal parado. Pero, ¿de verdad podía quejarse de su condición?

Al fin y al cabo, había sido Reese la que había muerto hace apenas dos días- no, se había suicidado hace apenas dos días. Y eso dolía. Sabía que sus intenciones sólo la animaron a dar el inevitable paso que todos veían venir.

¿No era irónico que él, el causante de todo aquello, no lo hubiese visto con suficiente claridad?

Una lágrima cayó por su mejilla hasta estrellarse con el suelo. Todavía podía oír la voz de Reese en sus oídos, montada en el viento y en todo sonido que pudiese escuchar. Ella hablando - lo poco que lo hacía -, ella suspirando, ella llorando. Pero, sobre todo, ella muriendo.

¿No era aún más triste que sus recuerdos fueran de ella, la eterna maldita por las deidades, fueran siempre llenos de sombras y susurros impuros?

No le quería hacer daño- no le había querido hacer daño. Lo hubo visto en sus ojos y en sus temblares de boca, cómo le costó hablar y despedirse de la persona que menos le quería. Aun así, acabó hiriéndole de muerte con su partida. El tiempo se llevó a la persona que no correspondía.

Y ese sentimiento de saber que todo estaba mal, esa incomodidad y ese dolor en el pecho fueron las que le llevaron a temblar y, poco después, al llanto desesperado. Zack nunca había oído hablar de gente que llorase sin amar a esa persona por la que desesperaba, pero parece ser que él sería el primero. Apretaba los dientes en una pequeña súplica de ayuda.

Tenerle en una celda encerrado no iba a hacer nada por el país. Y mucho menos iba a vengar la dudosa memoria de una princesa que nunca llegó a florecer. Parecía que la película de su vida se detuvo justo al empezar a caer en el abismo.

El abismo, el abismo tan grande y negro de su depresión.

Y es que a él le habría gustado ayudarla de alguna manera. Le habría gustado conocerla, amarla, y poder crecer junto a ella. No tenía planes, o referencias o una simple percepción de las consecuencias que acarrearía un matrimonio como aquel: el de dos personas que cometían errores sin cesar y nunca tenían la confianza suficiente para enmendarlos.

Reese Highland nunca tuvo la importancia de corregir todo aquello que malformó. Zack Walker ya suponía que, llegados a tal punto de la guerra, tampoco podría remediar todo lo que causó.

La idea se hizo pesada en su estómago. Al pensar en Reese y en toda la vorágine de eventos que la llevaron a su final hacía que su corazón cayera a través de su estómago, antojándosele la vida pesada y tenebrosa. Pensar en en ella - en su piel, en su pelo, en sus ojos, o en cómo quedaría una sonrisa entera en su cara - atraía todo tipo de males.

La Ley del EquilibrioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora