Prólogo

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Norte de Gran Bretaña,  febrero de 1204


El día que los Punzadores eligieron a la familia Conaill como objeto de cacería hacía un clima precioso en el bosque de Start, al norte de Inglaterra.

Miles de abedules, blancos con vetas marrones-negruzcas que surcaban sus troncos y copas sin hojas, se extendían por la depresión de una amplia cordillera, coronada con picos nevados. A pesar de que las pasadas semanas habían soportado tormentas y ventiscas, esa mañana todo estaba aterradoramente tranquilo. Ni el viento se colaba por los árboles, ni los animales silvestres como lechuzas y conejos irrumpían el majestuoso pero desolado paisaje invernal cubierto por una gruesa capa blanca. 

En medio de aquel frío, en la quietud que proveía el centro de bosque un grito desgarrador hizo eco dentro de una modesta cabaña, allí, donde los abedules formaban un singular claro. Parecía sacada de un cuento mitológico, con su estructura de madera de roble y pino, techo de medias aguas cubierto de nieve y una chimenea en el tope, por la cual salía una humarada gris que rápidamente se evaporaba en el exterior a pocos segundos después de escaparse por el rectangular orificio. 

Un segundo grito se escuchó, más potente que el anterior y luego otra vez silencio. 

En el interior, una casa acogedora con aromas a hierbas y té se distribuía en tres estancias continuas en la parte inferior, donde una cocina llena de frascos y plantas, un comedor de cuatro sillas y un pequeño salón eran el escenario para lo que sucedía esa mañana. En un mueble de tres metros o menos se encontraba recostada una agotada pero joven mujer a media labor de parto mientras otra, quizás diez años mayor que la primera, hacia las veces de partera incitándola a seguir respirando y pujando cuando los dolores volvían.

Ambas se veían exhaustas y la chimenea detrás del mueble al parecer solo empeoraba el ambiente caldeándolo en un torturante horno; para la partera, que había atendido muchos nacimientos en sus cortos treinta años, éste le resultaba extenuante y de tanto en tanto se pasaba el dorso del brazo por la frente para apartar el sudor que la perlaba y le pegaba los mechones rojizos a la piel expuesta del cuello. 

Tres metros más arriba, en el tope de las escaleras que daban al segundo piso se encontraba Paulina mirando con expectación aquel espectáculo desde su escondite detrás de la baranda con ojos muy abiertos y muy grises. 

Que su madre fuese una curandera de la comunidad siempre le resultó fascinante y cuando salía por alguna razón se encontraba a si misma revisando la alacena y los frascos que ésta contenía con diferentes tipos de plantas y brebajes, memorizándolos en cuanto podía en el proceso aunque no se le diera muy bien eso de la curación. Estramonio para las enfermedades del pecho como la tos, Hamamelis para los golpes y torceduras, Lúpulo como sedante para dormir. 

Tenían una cura para casi cualquier enfermedad y eso la hacía muy popular, pero últimamente ello comenzaba a cambiar; las personas no buscaban a su madre como antes y poco a poco su medio de vida mermaba. De seguir así tendrían que moverse a la ciudad y podría resultar peor que quedarse allí a mitad de la nada. 

― ¡Paulina! Si madre te ve allí nos regañará a las dos ―la aludida giró la cabeza al instante y su reflejo la sorprendió al final del pasillo, de pie junto a su habitación. Solo que este tenía los ojos verdes en vez de grises

― Si me ve aquí será por tu culpa Isabel ―se quejó en el mismo tono bajo, pero igual se puso cautelosamente de pie hasta su encuentro. Cuando entraron de nuevo a la habitación se escuchó otro grito desde la parte inferior. 

AntebelluM - 30 Seconds to MarsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora