1. Un simple fantasma, aún encerrado

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(Música instrumental en multimedia: The Council of Elrond.)

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«¿Cuánto duraría?», se preguntaba el fantasma.

Parecía como si le hubiera dado al tarro que lo encerraba la facultad de ser invisible igual que él.

Lo que él necesitaba y quería saber es para qué era necesitado, y qué hacía ahí, como fantasma, sin solidez. Los que lo rodearon tantos años a cada paso que daban las personas que iban y venían por aquella casa nunca lo veían; los que iban a vivir allí y luego se mudaban lo olvidaban a él y su tarro cuando se llevaban todos los muebles, ya que nunca lo habían visto; y en realidad, la mesa en la que su tarro se posaba venía con la casa, así que como estaba en el rincón, también era menospreciada y siempre tenía polvo. Tal vez a veces le pusieran atención y colocaran un florero con bellas flores encima que al fantasma le daban compañía, aunque pocas veces le llegaba el olor, por ese maldito encierro que no lo dejaba salir a él ni dejaba a nada más entrar.

Al menos el calor de la chimenea que más frecuentemente en invierno las personas encendían le alcanzaba a llegar algunas veces, ya que su frío cuerpo naturalmente pedía calor. Incluso el pequeñín le tenía un poco de envidia al espacio que había enfrente de la chimenea; a la gente le gustaba estar ahí, al parecer en tiempos libres o en tiempos de convivencia, con pocas o muchas personas. Dependiendo del acomodamiento de los muebles a veces en ese espacio había una mesa o simples almohadones en el piso donde las personas se sentaban a leer revistas o libros. En una ocasión le llamó la atención al fantasma una niña rozando la pubertad a la que le gustaba leer libros extensos y que a él le resultaban interesantes por lo que desde lejos alcanzaba a atisbar. El punto es que si la mesa donde él estaba la pusieran en ese espacio tal vez le pusieran más atención y lo notaran. Entonces quizá también, al moverla, el tarro caería y se rompería, y no había manera de que no escucharan el frasco de vidrio al romperse y se percatarían de él. Pero claro que no; por alguna razón no lo hacían, puede que porque la mesa era muy vieja y había otras más bonitas, o algo así. El fantasmita no sabía, pero eso sospechaba; estaba condenado a quedarse ahí.

En otra ocasión, sucedió que los padres de una familia a la que en ese entonces el fantasma se había acostumbrado rondando por esa vivienda, se fueron y no los vio en un tiempo, por lo que los adolescentes de la familia hicieron una fiesta. Al fantasma le abrumó la música que sí lograba escuchar claramente -a pesar de que casi nunca podía escuchar bien, por las paredes de vidrio que tenía el tarro- al igual que las luces y la cantidad de gente. Sólo esperó que por accidente pasara que alguien tirara el frasco y ya pudiera salir de ahí, pero eso no sucedió.

Fue diferente, y fue hasta que llegó la pareja que después de instalarse tuvieron un bebé el cual creció. El fantasma siempre escuchó que la pareja lo llamaba Rogelio; Roy de cariño -y en ocasiones que no le gustaba ver, Mateo-. Se preguntaba porque él no tenía una manera en que lo llamaran, y es que no recordaba haber tenido contacto con alguien nunca en su... bueno, no es que tuviera vida.

Un fantasma en un tarroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora