Capítulo XIV. La discordia sigue creciendo.

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Una nueva tentativa de ver a su prima Rosario fracasó al caer de la tarde. Pepe Rey se encerró en su cuarto para escribir varias cartas, y no podía apartar de su mente una idea fija.

-Esta noche o mañana -decía- se acabará esto de una manera o de otra.

Cuando le llamaron para la cena, doña Perfecta se dirigió a él en el comedor, diciéndole de buenas a primeras:

-Querido Pepe, no te apures, yo aplacaré al Sr. D. Inocencio... Ya estoy enterada. María Remedios, que acaba de salir de aquí, me lo ha contado todo.

El semblante de la señora irradiaba satisfacción, semejante a la de un artista orgulloso de su obra.

-¿Qué?

-Yo te disculparé, hombre. Tomarías algunas copas en el Casino, ¿no es esto? He aquí el resultado de las malas compañías. ¡D. Juan Tafetán, las Troyas!... Esto es horrible, espantoso. ¿Has meditado bien?...

-Todo lo he meditado, señora -repuso Pepe, decidido a no entrar en discusiones con su tía.

-Me guardaré muy bien de escribirle a tu padre lo que has hecho.

-Puede V. escribirle lo que guste.

-Vamos: te defenderás desmintiéndome.

-Yo no desmiento.

-Luego confiesas que estuviste en casa de esas...

-Estuve.

-Y que le diste media onza, porque, según me ha dicho María Remedios, esta tarde bajó Florentina a la tienda del extremeño a que le cambiaran media onza. Ellas no podían haberla ganado con su costura. Tú estuviste hoy en casa de ellas; luego...

-Luego yo se la di. Perfectamente.

-No lo niegas.

-¡Qué he de negarlo! Creo que puedo hacer de mi dinero lo que mejor me convenga.

-Pero de seguro sostendrás que no apedreaste al Sr. Penitenciario.

-Yo no apedreo.

-Quiero decir que ellas en presencia tuya...

-Eso es otra cosa.

-E insultaron a la pobre María Remedios.

-Tampoco lo niego.

-¿Y cómo justificarás tu conducta? Pepe... por Dios. No dices nada; no te arrepientes, no protestas... no...

-Nada, absolutamente nada, señora.

-Ni siquiera procuras desagraviarme.

-Yo no he agraviado a Vd...

-Vamos, ya no te falta más que... Hombre, coge ese palo y pégame.

-Yo no pego.

-¡Qué falta de respeto!... ¡qué...! ¿No cenas?

-Cenaré.

Hubo una pausa de más de un cuarto de hora. D. Cayetano, doña Perfecta y Pepe Rey comían en silencio. Este se interrumpió cuando D. Inocencio entró en el comedor.

-¡Cuánto lo he sentido, Sr. D. José de mi alma!... Créame Vd. que lo he sentido de veras -dijo estrechando la mano al joven y mirándole con expresión de lástima profunda.

El ingeniero no supo qué contestar; tanta era su confusión.

-Me refiero al suceso de esta tarde.

-¡Ah!... ya.

-A la expulsión de Vd. del sagrado recinto de la iglesia catedral.

-El señor obispo -dijo Pepe Rey- debía pensarlo mucho antes de arrojar a un cristiano de la iglesia.

Doña PerfectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora