Capítulo XXV. Sucesos imprevistos. Pasajero desconcierto.

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La escena cambia. Ved una estancia hermosa, clara, humilde, alegre, cómoda y de un aseo sorprendente. Fina estera de junco cubre el piso, y las blancas paredes se adornan con hermosas estampas de santos y algunas esculturas de dudoso valor artístico. La antigua caoba de los muebles brilla lustrada por los frotamientos del sábado, y el altar donde una pomposa Virgen de azul y plata vestida recibe doméstico culto, se cubre de mil graciosas chucherías, mitad sacras mitad profanas. Hay además cuadritos de mostacilla, pilas de agua bendita, una relojera con Agnus Dei, una rizada palma de Domingo de Ramos, y no pocos floreros de inodoras flores de trapo. Enorme estante de roble contiene una rica y escogida biblioteca, y allí está Horacio el epicúreo y sibarita junto con el tierno Virgilio, en cuyos versos se ve palpitar y derretirse el corazón de la inflamada Dido; Ovidio el narigudo, tan sublime como obsceno y adulador, junto con Marcial el tunante lenguaraz y conceptista; Tibulo el apasionado, con Cicerón el grande; el severo Tito Livio, con el terrible Tácito, verdugo de los Césares; Lucrecio el panteísta; Juvenal, que con la pluma desollaba; Plauto, el que imaginó las mejores comedias de la antigüedad dando vueltas a la rueda de un molino; Séneca el filósofo, de quien se dijo que el mejor acto de su vida fue su muerte; Quintiliano el retórico; Salustio el pícaro, que tan bien habla de la virtud; ambos Plinios, Suetonio y Varrón, en una palabra, todas las letras latinas, desde que balbucieron su primera palabra con Livio Andrónico, hasta que exhalaron su postrer suspiro con Ruttilio.

Pero haciendo esta inútil, aunque rápida enumeración, no hemos observado que dos mujeres han entrado en el cuarto. Es muy temprano, pero en Orbajosa se madruga mucho. Los pajaritos cantan que se las pelan en sus jaulas; tocan a misa las campanas de las iglesias, y hacen sonar sus alegres esquilas las cabras que van a dejarse ordeñar a las puertas de las casas.

Las dos señoras que vemos en la habitación descrita vienen de oír su misa.

Visten de negro, y cada cual trae en la mano derecha su librito de devoción y el rosario envuelto en los dedos.

-Tu tío no puede tardar ya -dijo una de ellas-, le dejamos empezando la misa; pero él despacha pronto, y a estas horas estará en la sacristía quitándose la casulla. Yo me hubiera quedado a oírle la misa, pero hoy es día de mucha fatiga para mí.

-Yo no he oído hoy más que la del señor magistral -dijo la otra-, la del señor magistral, que las dice en un suspiro, y aun creo que no me ha sido de provecho, porque estaba muy preocupada, sin poder apartar el entendimiento de estas cosas terribles que nos pasan.

-¡Cómo ha de ser!... Es preciso tener paciencia... Veremos lo que nos aconseja tu tío.

-¡Ay! -exclamó la segunda, exhalando un hondo suspiro-. Yo tengo la sangre abrasada. -Dios nos amparará.

-¡Pensar que una persona como Vd., una señora como Vd. se ve amenazada por un...! Y él sigue en sus trece... Anoche, señora doña Perfecta, conforme Vd. me lo mandó, volví a la posada de la viuda del Cuzco, y he pedido nuevos informes. El D. Pepito y el brigadier Batalla están siempre juntos conferenciando... ¡ay Jesús Dios y Señor mío!... conferenciando sobre sus infernales planes y despachando botellas de vino. Son dos perdidos, dos borrachos... Sin duda discurren alguna maldad muy grande... Como me intereso tanto por Vd., anoche, estando yo en la posada, vi salir al D. Pepito, y le seguí...

-¿Y a dónde fue?

-Al Casino, sí señora, al Casino -repuso la otra turbándose ligeramente-. Después volvió a su casa. ¡Ay!, cuánto me reprendió mi tío por haber estado hasta muy tarde ocupada en este espionaje... pero no lo puedo remediar... ¡Jesús Divino, ampárame! No lo puedo remediar, y mirando a una persona como Vd. en trances tan peligrosos, me vuelvo loca... Nada, nada, señora, estoy viendo que a lo mejor esos tunantes asaltan la casa y nos llevan a Rosarito...

Doña PerfectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora