Capítulo XXVII. El tormento de un canónigo.

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-¡Resignación, resignación! -volvió a decir don Inocencio.

-¡Resignación, resignación! -repitió ella enjugando sus lágrimas-. Puesto que mi querido hijo ha de ser siempre un pelagatos, séalo en buen hora. Los pleitos escasean; bien pronto llegará el día en que lo mismo será la abogacía que nada. ¿De qué vale el talento? ¿De qué valen tanto estudio y romperse la cabeza? ¡Ay! Somos pobres. Llegará un día, señor D. Inocencio, en que mi pobre hijo no tendrá una almohada sobre que reclinar la cabeza. -¡Mujer!

-¡Hombre!... Y si no, dígame: ¿qué herencia piensa Vd. dejarle cuando cierre el ojo? Cuatro cuartos, seis librachos, miseria y nada más... Van a venir unos tiempos... ¡Qué tiempos, señor tío!... Mi pobre hijo, que se está poniendo muy delicado de salud, no podrá trabajar... ya se le marea la cabeza desde que lee un libro; ya le dan bascas y jaqueca siempre que trabaja de noche... tendrá que mendigar un destinejo; tendré yo que ponerme a la costura, y quién sabe, quién sabe... como no tengamos que pedir limosna.

-¡Mujer!

-Bien sé lo que digo... Buenos tiempos van a venir -añadió la excelente mujer forzando más el sonsonete llorón con que hablaba-. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Ah! Sólo el corazón de una madre siente estas cosas... Sólo las madres son capaces de sufrir tantas penas por el bienestar de un hijo. Usted ¿cómo ha de comprender? No, una cosa es tener hijos y pasar amarguras por ellos, y otra cosa es cantar el gori gori en la catedral y enseñar latín en el Instituto... Vea Vd. de qué le vale a mi hijo el ser sobrino de Vd. y el haber sacado tantas notas de sobresaliente, y ser el primor y la gala de Orbajosa... Se morirá de hambre, porque ya sabemos lo que da la abogacía, o tendrá que pedir a los diputados un destino en la Habana, donde le matará la fiebre amarilla...

-¡Pero mujer!...

-No, si no me apuro, si ya callo, si no le molesto a Vd. más. Soy muy impertinente, muy llorona, muy suspirosa, y no se me puede aguantar, porque soy madre cariñosa y miro por el bien de mi amado hijo. Yo me moriré, sí señor, me moriré en silencio y ahogaré mi dolor; me beberé mis lágrimas para no mortificar al señor canónigo... Pero mi idolatrado hijo me comprenderá, y no se tapará los oídos como Vd. hace en este momento... ¡ay de mí! El pobre Jacinto sabe que me dejaría matar por él, y que le proporcionaría la felicidad a costa de mi vida. ¡Pobrecito niño de mis entrañas! ¡Tener tanto mérito, y vivir condenado a un pasar mediano, a una condición humilde!... porque no, señor tío, no se ensoberbezca Vd... Por más que echemos humos, siempre será Vd. el hijo del tío Tinieblas, el sacristán de San Bernardo... y yo no seré nunca más que la hija de Ildefonso Tinieblas, su hermano de Vd., el que vendía pucheros, y mi hijo será el nieto de los Tinieblas... que tenemos un tenebrario en nuestra cesta, y nunca saldremos de la oscuridad, ni poseeremos un pedazo de terruño donde decir: «esto es mío», ni trasquilaremos una oveja propia, ni ordeñaremos jamás una cabra propia, ni meteré mis manos hasta el codo en un saco de trigo trillado y aventado en nuestras eras... todo esto a causa de su poco ánimo de Vd., de su bobería y corazón amerengado...

-Pero... pero mujer.

Subía más de tono el canónigo cada vez que repetía esta frase, y puestas las manos en los oídos, sacudía a un lado y otro la cabeza con doloroso ademán de desesperación. La chillona cantinela de María Remedios era cada vez más aguda, y penetraba en el cerebro del infeliz y ya aturdido clérigo como una saeta. Pero de repente transformose el rostro de aquella mujer, mudáronse los plañideros sollozos en una voz bronca y dura, palideció su rostro, temblaron sus labios, cerráronse sus puños, cayéronle sobre la frente algunas guedejas del desordenado cabello, secáronse por completo sus ojos al calor de la ira que bramaba en su pecho, levantose del asiento, y no como una mujer, sino como una arpía, gritó de este modo:

Doña PerfectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora