La galería era larga y ancha. A un extremo estaba la puerta del cuarto donde moraba el ingeniero, en el centro la del comedor y al otro extremo la escalera y una puerta grande y cerrada, con un peldaño en el umbral. Aquella puerta era la de una capilla, donde los Polentinos tenían los santos de su devoción doméstica. Alguna vez se celebraba en ella el santo sacrificio de la misa.
Rosario dirigió a su primo hacia la puerta de la capilla, y se dejó caer en el escalón.
-¿Aquí?... -murmuró Pepe Rey.
Por los movimientos de la mano derecha de Rosario, comprendió que esta se santiguaba.
-Prima querida, Rosario... ¡gracias por haberte dejado ver! -exclamó estrechándola con ardor entre sus brazos.
Sintió los dedos fríos de la joven sobre sus labios, imponiéndole silencio. Los besó con frenesí.
-Estás helada... Rosario... ¿por qué tiemblas así?
Daba diente con diente, y su cuerpo todo se estremecía con febril convulsión. Rey sintió en su cara el abrasador fuego del rostro de su prima, y alarmado exclamó:
-Tu frente es un volcán, Rosario. Tienes fiebre.
-Mucha.
-¿Estás enferma realmente?
-Sí...
-Y has salido...
-Por verte.
El ingeniero la estrechó entre sus brazos para darle abrigo; pero no bastaba.
-Aguarda -dijo vivamente levantándose-. Voy a mi cuarto a traer mi manta de viaje.
-Apaga la luz, Pepe.
Rey había dejado encendida la luz dentro de su cuarto, y por la puerta de este salía una tenue claridad, iluminando la galería.
Volvió al instante. La oscuridad era ya profunda. Tentando las paredes pudo llegar hasta donde estaba su prima. Reuniéronse y la arropó cuidadosamente de los pies a la cabeza.
-¡Qué bien estás ahora, niña mía!
-Sí, ¡qué bien!... Contigo.
-Conmigo... y para siempre -exclamó con exaltación el joven.
Pero observó que se desasía de sus brazos y se levantaba.
-¿Qué haces?
Sintió el ruido de un hierrecillo. Rosario entraba una llave en la invisible cerradura, y abría cuidadosamente la puerta en cuyo umbral se habían sentado. Leve olor de humedad, inherente a toda pieza cerrada por mucho tiempo, salía de aquel recinto oscuro como una tumba. Pepe Rey se sintió llevado de la mano, y la voz de su prima dijo muy débilmente:
-Entra.
Dieron algunos pasos. Creíase él conducido a ignotos lugares Elíseos por el ángel de la noche. Ella tanteaba. Por fin volvió a sonar su dulce voz murmurando:
-Siéntate.
Estaban junto a un banco de madera. Los dos se sentaron. Pepe Rey la abrazó de nuevo. En el mismo instante su cabeza chocó con un cuerpo muy duro.
-¿Qué es esto?
-Los pies.
-Rosario... ¿qué dices?
-Los pies del divino Jesús, de la imagen de Cristo Crucificado que adoramos en mi casa.
Pepe Rey sintió como una fría lanzada que le traspasó el corazón.
ESTÁS LEYENDO
Doña Perfecta
ClassicsDoña Perfecta Benito Pérez Galdós Editorial Literanda, 2012 Colección Literanda Clásicos www.literanda.com Diseño de cubierta: Literanda Ilustración de portada: El Baile de la Vida, Eduard Munch, 1900 Tanto el contenido de esta obra como la ilustrac...