Dos

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Saltar la reja que divide al Mole del resto del pueblo no es tan fácil como parece en un principio, los tristes imaginarias que caminan por las lindes del colegio lo saben perfectamente. Sus potentes linternas apuntan a direcciones azarosas buscando algún intruso, alguna señal de vida que no sea el sonido del zacate aplastándose bajo sus pies de caucho o madera, las piedras sisean con cada paso que dan, y los perros y los caballos respiran tan hondo que el uniforme de las imaginarias zurea como una paloma agonizante.

"Le dije que me esperara despierto, que cuando viera la luz de mi linterna a lo lejos se desnudara y prendiera un cigarro, que se mirara al espejo y le dijera a su reflejo que no tardaré en llegar", pensó uno de las imaginarias.

—¿Estás listo? — preguntó el de la bayoneta más brillante.— Deja los fusiles atrás de ese arbusto y quítate la guerrera. Será rápido, saltamos, bebemos un poco y luego regresamos al turno, como si nada hubiera pasado.

"La primera vez que lo vi me gustaron sus ojos tan inocentes y tan puros, su rostro moreno y sus labios carnosos me los encuentro en la sopa, en la vaina de la munición y en los cirros que se forman en las mañanas"

—Trepa, cabrón. ¡Trepa!

"¿Me estará esperando? ¿Yo lo espero a él? ¿Por qué siempre me persigue como un fantasma y es tan real como el mar? ¿Sabrá que salté la reja y que también salté cascadas y ríos de medusas? ¿Yo sabré lo mucho que me quiere o solo es una ilusión?"

Primero uno y después el otro, los imaginarias saltaron la reja que divide al Mole del resto del pueblo aunque no fuera tan fácil como pareciera en un principio. Las botas golpearon el terreno desigual e ignoto del pueblo y comenzaron el recorrido al pequeñísimo local de Don Chucho, tenían que cruzar la carretera mal señalizada, un par de matorrales muy densos y finalmente andar por un camino de tierra hasta topar con la luz amarillenta de un foco solitario afuera de la puerta de metal.

—Buenas, muchachos. ¿Qué les sirvo? — Don Chucho se acomodó el sombrero de paja para poder ver mejor la sombra de sus clientes.

Los muchachos, ahora despojados de sus armas y de la condición de imaginaria, bebieron con la luz amarillenta de Don Chucho como compañía y con Don Chucho mismo. La baraja española no esperó y salió de entre las manos del campesino. Los naipes se repartieron solos y el juego empezó, antes de dar el cambio el de la bayoneta más brillante veía por la ventana y no encontraba el fin del pastizal o el inicio del monte.

Si vuelves a recoger tu cambio antes de tiempo te doy dos balazos en la panzota, muchacho, es de mala educación tomar lo que no es tuyo. Señor Jesús, ¿su hijo no nos va a acompañar hoy? No importa en qué momento tome el cambio, vas a perder, viejo. Mi hijo pronto regresará, está guardando los chiles, muchacho. ¡Suelta esa puta carta! Señor Jesús, ¿su hijo nunca fue a la escuela? Nunca, muchacho, somos muy pobres para esas cosas. ¿Tienes el cuatro de oros? Si hubieras soltado antes ese dos ganaba, viejo maldito. Señor Jesús, ¿cada cuando crece un nopal en el desierto?

La puerta de metal vibró por unos instantes y detrás de ella apareció Alberto, su piel morena y sus pantorrillas tan delgadas volvieron loco a uno de los imaginarias quién involuntariamente golpeó uno de los palos que sostenían la tabla de madera que hacía las veces de mesa, el alcohol, las cartas y el enojo cayeron al piso. El campesino y el otro imaginaria dijeron un par de groserías y se levantaron por más alcohol.

—Hola, Alberto

—Hola — Alberto se sonrojo lo suficiente como para encender en su amante uno y mil volcanes.

Ambos, amante y amado descendieron por un pequeñísimo sendero y ahí, en medio de la luna, la noche y la embriagues se besaron como nunca en su vida, comieron del alma del otro y viajaron a los rincones más luminosos del mundo. El imaginaria le preguntaba si lo extrañaba y si había contado con semillas de frijol los días que no se vieron, Alberto solo bajaba la mira avergonzado y con el corazón en un puño.

Saltar la reja que divide al Mole del resto del pueblo no es tan fácil como parece en un principio, los tristes imaginarias que caminan por las lindes del colegio lo saben perfectamente.

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Era un completo desastre, perdía los lápices, los cuadernos y las tareas que le encargaban los profesores. Nunca podía recordar con exactitud el camino a la escuela o a su casa, las calles en su mente ondulaban y los semáforos filiformes se derretían cuando los miraba. La capacidad para comunicarse sin exaltarse en lo más mínimo la tenía completamente atrofiada. Si alguno de sus compañeros de clase se atrevía a burlarse de él, estallaba en un torbellino de ira y malas palabras, entraba en una especie de trance y una bestia de hueso y tierra lo dominaba en aquellos momentos. El trance terminaba y cuando lograba reconocer la magnitud de sus violentas acciones quería echarse a llorar, otra vez la bestia lo había manejado a su antojo, otra vez su cuerpo no le pertenecía y otra vez nadie lo entendía.

Quería explicarlo, decirle al mundo y a sus padres, que él era bueno, que solo deseaba con todos sus fuerzas domar la violencia contenida dentro de sus puños, pero las palabras se atoraban en su pecho y le quemaban las entrañas

—¡Vas a comportarte porque yo lo digo! — su padre le gritaba y Ariel solo se encogía en el sillón, más por controlar su rabia que por miedo.

—Son las maestras, ellas me odian. — ¿Cuántas veces habían tenido esa conversación, cuantas veces el padre de Ariel sulfuraba y a Ariel se perdía en esa verborrea? ¿Cuántas veces su madre se mantenía al margen y solo observaba como se enfrascaban en una pelea que no llegaba a ningún lado? ¿Cuántas veces Ariel la odió por eso? Cualesquiera que fueran las respuestas, las preguntas nunca desaparecían.

—O te comportas o hago que te comportes.

—No te tengo miedo.

Esas fueron palabras suficientes y necesarias para que su padre le estampara un tremendo puñetazo en la cara. Ariel no cayó de espaldas solo porque estaba sentado, vio estrellitas y unos destellos le segaron por varios segundos, inmediatamente después sintió un rio hirviente salir de su nariz y el sabor de la muerte empaparle los labios. Ahora sí tuvo mucho miedo, corrió al baño cubriéndose la boca y tratando de contener las lágrimas que eventualmente florecieron en sus ojos.

Ese día fue uno de muchos casi iguales, tal vez no el más violento o el más doloroso, pero sí el más grande para Ariel, ese día lo rebasó, le produjo una sensación de extremo cansancio e incluso a la mañana siguiente el puño de su padre seguía acechándolo detrás de un ramo de rosas.

Ante el ambiente tan denso en su casa, la madre de Ariel se sentaba en la mesa de la cocina, bebía un poco de café bien cargado y compraba un ramo de flores para ponerlas en la ventana.


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