Los sueños nunca fueron así de lucidos, el tiburón devorando una foca nunca brilló en la oscuridad, ni antes ni después del maremoto mis dedos se entumían como ahora.
Debajo del teclado del clavecín, la madera se hacía un poco más áspera, se sentían burbujas de pintura y grietas que aumentaban de tamaño conforme avanzaban a la cola
—¡Magnifico! ¡Excelente! — antes de aplaudir Claudio dejó su cigarro, aun apagado, en el cenicero. Algunos compañeros de la primera fila aplaudieron sin muchas ganas y un poco distraídos. Las chicas de la segunda fila reanudaron su plática y una de ellas sacó un espejo redondo y un labial. Los vítores se detuvieron y Claudio por fin calmó su ansiedad por el tabaco.
—Claudio... — la chica del espejo redondo subió al escenario. El clavecín caminó a las penumbras detrás del telón, un piano de cola lo sustituyó y la chica del espejo redondo acarició el marfil como se acaricia a un tigre.
—Claudio...— repetí — ¿Puedo salir un momento?
—Sí, sí. — Frente a su asiento, se desparramaban muchas hojas de papel, colillas de cigarro que emigraron del cenicero, y un par de vasos de unicel con café frio y amargo. —Solo no te tardes, puede que te necesite para otra cosa.
La platea estaba a trozos ocupada, lagunas o mares de fieltro rojo separaban un grupo de personas de otro. En mis compañeros ya no podía reconocer una cara amigable o un gesto de desprecio, todo eran caras, muecas y rictus claroscuros. Lo que percibía muy bien eran sus miradas cargadas de lastima. Algunos me saludaban e intentaba devolverles algo de amabilidad con una sonrisa y un breve movimiento de manos, pero no podía. Las manos se me trababan y apenas podía curvear los labios. En el interior me siento como un réprobo, un advenedizo con los dedos entumidos.
Me senté en una jardinera de la parte delantera del teatro, intentaba respirar el olor del pasto mojado, el olor a libertad del pinal lejano. Abrí la boca por instinto o miedo, una fuerte opresión en el pecho me llenaba y mis pulmones se vaciaban, agaché la cabeza aprisionando los deseos infantiles de romper en llanto. Desde mis recuerdos la tía Ana tocaba Waltz no 6, mis dedos se entumieron aún más y un hormigueo subió por mi espalda.
"Me volví vagabundo cuando perdí el camino de vuelta a mi casa, no es que no sepa regresar o no sepa la dirección, simplemente el camino ya no está. Una vez intente regresar en taxi; le di la dirección y me llevó con las putas y los travestis que están afuera del metro Revolución, otra me fui en camión y terminé comprando carne de león en el mercado de San Juan. Tú, ¿Por qué eres vagabundo?" "No soy vagabundo, solo mi cuerpo lo es." "Ayer quemaron vivo a otro vagabundo, cuando escuché sus gritos pensé que era yo" "Ayer Tulipán no comió nada"
—Oye...— Tía Ana, ¿estoy tocando bien, estoy tocando como tú me enseñaste? — ¡Oye! ¿Estás bien?
—¿Qué...? — Un chico con un cigarro en la boca era el que me hablaba, tenía su mano sobre mi hombro y sus ojos llenos de humo. — Eh... Sí, estoy bien. Es solo que tengo mucho sueño.
—¿Seguro? Parecías muy alterado. Toma — extendió sus dedos junto con un cigarro apagado — Fumar siempre calma los ánimos.
—Gracias —El chico se sentó a mi lado y me acercó un encendedor. En mi vida había probado el tabaco, pero la vergüenza pudo más conmigo. Mantuve el dedo pulgar sobre la rueda de metal, esperando la fuerza interna para prenderlo.
—Permíteme — sus manos hicieron contacto con las mías para soltar el fuego. La luz se derramó por su rostro expectante.
La primera bocanada fue una mezcla entre periódico quemado y mierda, la segunda y la última también. No puede dejar de aspirar hasta que los labios se me incendiaron.
—¿Ya habías fumado antes? Estas todo rojo. — El chico quería reír, y yo quería arrancarme la garganta. Comencé a toser totalmente fuera de control. Mi acompañante no aguantó más y soltó una sonora carcajada. Me paré y al instante escupí en la jardinera con la esperanza de que el sabor se fuera.
—Es la contaminación, hoy hay contingencia ambiental. — Su risa volvió a sonar. Lo observé de reojo, tenía el cabello bien corto y peinado. Su expresión menguaba entre el cansancio y la transparencia. Lacónico y de labios muy brillantes. Se asemejaba mucho a una de las chelistas.
—¿Cómo se llama el instrumento que tocaste? Nunca lo había visto.
—Clavecín. Es como un piano para gente aburrida.
—Te diría que tocas muy bien, pero no sé cómo suena un buen... ¿Clavel?
—¡Clavecín! — El encuentro fortuito o no, se tronaba cada vez más exasperante. Me ponía nervioso que me hablara como si me conociera o como si en algún momento una frase importante fuera a ser dicha. — Tengo que regresar adentro, adiós.
—Espera, te fumaste el último cigarro. Lo menos que puedes hacer por mí es acompañarme por otro.
Le dije que sí porque me dio pánico entrar al teatro de nuevo.
______
Según el reglamento, el día de un cadete militar inicia a las cinco con veinticinco de la mañana seguido del toque de diana y después el pase de lista. Sin embargo, los cadetes de primer año apenas hace diez minutos estaban lustrando botas ajenas, limpiando los baños o recibiendo golpizas.
"¡No tiembles, puta rata!" Los brazos de Benjamín eran de gelatina, sentía grandes punzadas por todo el cuerpo. El dolor ya no le importaba, era el cansancio el que le impelía a cerrar los ojos y tambalearse por unos segundos. Su espalda contrita, enojaba a los alumnos de quinto año. Las ganas de llorar, de gritar por ayuda se le habían ido hace ya mucho. Entendió que estaba atrapado, que su padre y la vida lo habían metido a ese infierno para expiar pecados que no existían. "Pendejo bueno para nada" Benjamín volvió a mecerse, su mente viajaba entre el vahído y la euforia. Su castigador lo golpeo con la culata de una pistola, el corro entero rio. Totalmente perdido, con la aquiescencia que da la misericordia, Benjamín soñó que las botas de El Tortita, los puños de El Mariachi y las insignias de su propio padre se convertían en murciélagos, en sombras y escarabajos, que la sangre que manaba de sus labios era su propia humanidad, escapándose del terrible horror del Colegio Militarizado Morelos.
Mientras ordenaba sus cosas, Benjamín frotaba el cardenal en su brazo izquierdo. Debajo del uniforme remendado escondía un par de cajetillas de cigarro, unos chocolates que su mamá le mando por su cumpleaños y un cuchillo improvisado, hecho de pedazos vidrio y ramas de árboles. Como todos los días se formó con su compañía, el sargento les pasaba revista y sus ojos se clavaban en las partes más profundas del colegio aquellas sumergidas en el olvido y la libertad. Sus compañeros, al igual que él, añoraban un amanecer impoluto y terso.
Después de las clases regulares, de la instrucción militar, de la comida y la cena. Los cadetes volvían a sus dormitorios asustados, caminaban cuidando sus pasos y sus palabras. Benjamín siempre era seleccionado para ser humillado, golpeado o como esclavo. Los días y las noches se volvieron uno, y ya nadie sabía si dormían en un colchón mojado o en el pasto fangoso.
Hoy vas a hacer ejercicio, rata. Dile que se quite la ropa, que solo se ponga la boina y que salga. Pinche Mariachi, ese escuincle está que se caga de miedo. Si se porta mal le apagas un cigarro en la mera jeta. No mames, Tortita, ni chilla, así no tiene chiste.
Benjamín cada día buscaba más vidrios para su cuchillo improvisado.
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El Edén
RomanceBenjamín, que está a punto de liberarse del yugo de su padre, se encuentra en una encrucijada después de acabar el bachillerato militar, seguir su camino de encuentros efímeros con otros hombres o dejar volar su alma y sus sentimientos atados a un f...