Capítulo 16

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Último capítulo de la primera parte de La Chica sin Nombre. Espero que os haya gustado y para el año que viene sacaré la segunda parte. Muchas gracias a todos los lectores que hayáis seguido esta aventura.

***

-¿Cómo que me estoy muriendo? –no hay forma de que me tranquilice.

-Ha llegado a órganos internos vitales y lo más posible es que tengas daños irreparables.

-¿Qué hacemos Bruno? –cuestiono alterada-. No me dejes morir.

-No lo haré, te lo prometí y yo mantengo las promesas.

Pasa un buen rato allí inspeccionando mi estómago y los daños. La mayoría son graves e incluso irreparables. No dejo de llorar fuertemente con la esperanza de que todo termine. Pero no parece darme ese gusto. De repente Bruno desaloja la habitación dejándome con la herida al aire. Actúo rápidamente tapándome con la venda. Después de un rato me he conseguido calmar. Vuelve Bruno.

-He llamado a Rosa. Trabaja en un hospital, ella sabrá que hacer –me mira a los ojos-. Tendrás que confiar en ella.

Asiento obediente. No tengo otra opción que dejarme en las manos de la señora misteriosa. Bruno me vuelve a tapar la herida con la venda. Me besa la frente y me deja en la habitación para que duerma tranquila.

Me despierto asustada, sudando, aunque tengo frío y el aire que entra por la ventana congela mi sudor provocándome escalofríos. De pronto la puerta se abre de un golpe y aparece un señor. No es muy viejo pero tiene el pelo canoso y tiene pinta de haber trabajado mucho por sus manos desgastadas. Se arrodilla ante mí y me pasa su mano por el pelo, me abraza en su pecho y me tranquiliza con pequeños movimientos. Cuando mi respiración vuelve a la normalidad me aparto y le miro mejor. Tiene unos ojos celestes tan claros como el cielo y brillan tanto que no diría que son de una persona normal. Aún siendo mayor, presenta rasgos muy perfectos y simétricos que le hacen parecer mucho más joven. Su piel está estirada aunque un poco machacada por el paso del tiempo. Sin embargo su expresión es seria con la mandíbula apretada y los ojos fijos. Retiro un momento la mirada y observo la habitación. Es el cuarto rosa, donde ya me había despertado otras veces atrás. Al momento entra la mujer del pelo rojo. Lleva un camisón blanco y unas pantuflas de algodón.

-¿Qué ha pasado? –pregunta la mujer restregándose los ojos para ver mejor.

-Se ha levantado asustada –dice el hombre, serio.

-Pues yo no la he oído.

-Es que no ha dicho nada –le responde duramente.

La mujer se acerca a la cama y se arrodilla ante mí.

-¿Estás mejor cielo? -su expresión radia ternura y cariño-. Venga a dormir que mañana es un gran día, es tu cumple.

No consigo recomponer las piezas del puzle, no logro cogerle el sentido. Después de darle más vueltas he llegado a la conclusión de que aquel hombre canoso, era el hombre que apareció en la foto que me regalaron en mi cumpleaños. Era mi padre. Esta vez había recordado la noche anterior a mi cumpleaños. Él todavía estaba vivo. ¿Cómo puede morir una persona de la noche a la mañana? No era posible. Nada encajaba en ese rompecabezas que era mi vida. Otra pregunta que me surgía era, ¿cómo me sintió aquel hombre si no había dicho ni gritado nada? Era todo tan confuso.

Estaba tumbada en la cama, sin poderme mover, sola, navegando entre mis preguntas y escasas respuestas. La herida no dejaba de manar sangre, poca pero no cesaba. Las horas pasaban y la mujer de Bruno no aparecía por ningún sitio ya había pensado que me iba a dejar morir. El muchacho no está conmigo y de alguna forma me tengo que entretener. Me miro en el espejo que sobresale por el pico de la cama. Veo a una chica con el pelo rojo como el fuego y los ojos verdes como las esmeraldas. Sin embargo mi piel parecía tan blanca que era inhumano. No me explicaba cómo era capaz de seguir viviendo en esas condiciones. Estaba muerta prácticamente, mis párpados se cerraban poco a poco, pero mi cerebro luchaba para que eso no ocurriese ya que si se cerraban sabía que no volvería a abrirlos. Mi temor no era morir, si no, no volver a ver a la gente que quiero o que he querido. Mis padres, me gustaría conocerlos o por lo menos los que sigan vivos. Y Bruno, no quería morir por él, no quería dejarle. No sé si amé alguna vez, pero sabía que sí lo amaba y él a mí. Deseaba poder repetir sus besos, sus caricias, sus abrazos, sus palabras.... No deseaba morir si no era por él. Pero poco resistí y escuetas fueron mis fuerzas que en lo que canta un gallo mis ojos se cerrarían con un último susurro que marcaría mi expiro.

-Te amo. 



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