Prólogo.

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Actualmente me llamo Olivia Treadhire. Y digo actualmente porque a lo largo de mi vida he tenido muchos nombres. Cientos de nombres. Han sido tantos que la mayoría no los recuerdo.

Elegí el nombre de Olivia, porque lo escuché mientras paseaba tranquilamente por los Campos Elíseos. Un francés de acento muy marcado y cabello despeinado llamaba a una chica pelirroja de mirada esmeralda. Olivia era su nombre, bastante inusual para una chica francesa.

La chica corría alegre y despreocupaba mientras el chico la perseguía, supuse que eran pareja. O al menos, existía un sentimiento amoroso entre ellos. La chica echó un vistazo sobre su hombro, sin darse cuenta de que se precipitaba sobre una carretera.

El rostro del chico se encogió de dolor en el momento en que un autobús atropellaba a la chica. El tráfico se colapsó y el chico, desesperado se lanzó sobre el cuerpo de la chica, mientras la agarraba entre sus brazos susurraba su nombre, «Olivia» «Olivia». Sonaba hermoso y desolador. No pude seguir contemplando esa escena, así que apreté el paso y abandoné los Campos Elíseos. De alguna forma su nombre se me quedó grabado, y escuchaba una y otra vez la voz del chico dentro de mi cabeza.

Decidí que era hora de adoptar un nuevo nombre y de abandonar París. Ya no había nada que la ciudad del amor pudiera darme.

Corrí como solo alguien como yo podría hacerlo, recuerdo el sonido de mis manoletinas sobre el pavimento y el movimiento agitado de mi larga melena. Paré en el momento en que de forma inintencionada me topé con mi portal. Subí apresurada las escaleras, algo nada habitual -teniendo en cuenta que vivía en un séptimo-, recogí todo lo necesario, y algún que otro detalle sentimental para mí, en especial el collar de hueso, único recuerdo de mi antigua vida, y abandoné el piso con una sola maleta.

Pedí un taxi hacia el aeropuerto Charles de Gaulle, y al llegar allí tomé el primer vuelo que tuviera un asiento libre. El destino no me importaba.

-El siguiente vuelo con destino Nueva York parte en diez minutos -me informó un recepcionista.

Después me pidió mi documentación, le convencí de que no era necesario, lo único que necesitaba saber era que mi nombre era Olivia, Olivia Treadhire -de alguna forma, mi subconsciente había pensado el apellido en el camino hacia el aeropuerto-. Cogí mi billete y me dirigí hacia la puerta de embarque.

De esto hace ya veintidós años.

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