Capítulo 8.

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París, Francia.
Principios de primavera de 1780.

La atmósfera de la llamada ciudad del amor y la capital internacional de la moda se ha ennegrecido desde mi última visita. Un clima de desengaño y tensión ha empezado a expandirse como un virus letal entre la población de a pie.

Tal y como predijo el Supremo Frédéric hace un par de años:

«Se avecina tormenta en la capital gala, los rayos que en ella caigan van a cambiar lo que hasta ahora conocemos como historia».

Y que fue pasado por alto por todos nuestros gobernantes e ignorado por los demás ocultos, algo está sucediendo en París.

La nobleza, incluso en su decandencia, continúa enriqueciéndose ante la famélica plebe a la vez que se sienten alarmados por el crecimiento y el auge de la burguesía, aquellos ciudadanos de clase media que habían obtenido un buen sustento económico y que ahora pugnaban por poder político y que irremediablemente iban a causar problemas. Se estaba produciendo una lenta ruptura en el escalafón social.

El traqueteo del carruaje sobre las calles irregularmente pavimentadas del centro de París es un sonido monótono y ruidoso al que nunca he conseguido acostumbrarme.

Me siento molesta y acalorada, las temperaturas son superiores a lo habitual en primavera y además, tampoco es que ayude la estrechez de los asientos, el reducido tamaño del cubículo interior y los pesados ropajes de la moda rococó.

Para el día de hoy, puesto que no iba a ser presentada en sociedad, había elegido una indumentaria más o menos sencilla. Chaqueta con raso de seda con manga pagoda de doble volante y adorno del mismo tejido; corsé de damasco de seda adornado con tiras de hilo de seda y falda de raso de seda acolchado sobre un guardainfantes.

He optado por evitar la peluca, ya que debido a su peso siempre necesitaba algún hechizo para que se mantuviera en su sitio. Me es imposible comprender como los mortales lo conseguían sin uso de magia, o tal vez sí la usaran. Algunos marcados tirabuzones de blanco platino caían agrupados hasta la altura de mis hombros mientras que otros estaban sujetos en un intrincado semirecogido con cintas de seda y plumas doradas. El excesivo rubor de mi rostro en esta estación del año me permite evitar el uso de maquillaje sobre la piel, aunque si llevo puesto un lápiz labial color lavanda.

Shana, que se encuentra sentada enfrente de mí, se abanica suavemente mientras mira por la ventana con aire pensativo. Ella en realidad no siente ni frío ni calor, más bien mueve el abanico por puro aburrimiento.

Léonard se encuentra a su lado, vistiendo una ridícula peluca blanca sujeta en una cola larga y baja. Su casaca, chaleco y calzones son de color amarillo limón con bordados de flores rosadas. Las medias blancas acabadas en unos zapatos de tacón grueso del mismo color que el resto de su traje, se unen con los calzones a la altura de la rodilla impidiendo que quede ningún segmento de piel al aire.

-¿Es que nunca se llega al destino? -le pregunta Léonard irritado al cochero.

-Estamos casi llegando señor Fragonard -responde cauteloso el cochero.

Le echo una mirada irritada que él pasa por alto.

-No sé si eres consciente Léonard pero existe algo llamado educación -mascullo.

Una sonrisa se extiende por su empolvado y pálido rostro.

-Parece ser que vuelves a hablarme Adeline -dice guiñándome un ojo.

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