Capítulo 3.

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En Nueva York hay cuatro sedes de los distintos Protectorados, encontrándose uno en cada barrio de la ciudad. El de los eternos, en Manhattan; el de los brujos, en Brooklyn; el de los licántropos, en Queens y el de los vampiros, en el Bronx.

Cada tipo de oculto, que así es como nos llamamos a los seres inmortales -eternos, vampiros, brujos y licántropos-, tenemos nuestro propio protectorado.

Cuando fueron creados, el objetivo de esta organización era cuidar, instruir y proteger a los ocultos. Esto nos daba la posibilidad de poder acudir a un centro, más o menos cercano, siempre que necesitáramos algún tipo de ayuda o tuviéramos algún problema.

Los Protectorados se rigen cada uno por su correspondiente Federación. Se podría decir que la Federación sería como el Tribunal Superior de Justicia y los Protectorados como los juzgados.

En la Federación se encuentran nuestros líderes, los más sabios y los legisladores, en ella se crean nuestras propias leyes, se dirigen nuestras ciudades, la Academia y la integración de los ocultos.

Y por encima de todo esto se encuentra la Unión, un comité formado por representantes de cada uno de los grupos de ocultos, donde se discuten los temas de interés general, los diversos derechos y deberes de todos los ocultos, la dirección de nuestras ciudades compartidas y todo tiempo de asuntos de carácter político, jurídico o legislativo.

Este orden y paz actual que existe entre nosotros es fruto del trabajo de cientos de años, de luchas y disputas, de aquellos que lo han dado todo para conseguir estas alianzas, ha sido una ardua tarea y aunque aún quedan asperezas que limar, tengo fe en nosotros.

Sin embargo, la cosa no siempre fue así. Cuando yo me convertí en eterna, la situación entre los ocultos era un auténtico galimatías. No había día en que no hubiera un derramamiento de sangre o disputa entre nosotros. Tampoco estábamos organizados, hacia poco tiempo que los eternos conocíamos la existencia unos de otros -el más antiguo de nosotros tiene casi 4000 años-. La mayoría de los que vivían en esa época no habían tenido nadie que les explicara lo que eran, nadie que los instruyese, habían tenido que aprender ellos solos a base de caídas, golpes y errores.

He de decir que fui afortunada, tuve un maestro, y debo confesar, que era uno de los mejores. Él me puso mi primer nombre como ser inmortal, y me enseñó todo aquello que él sabía. Antes de desaparecer de repente.

Una vibración en el bolsillo de mis pantalones de muselina me arranca bruscamente de mi trance. El techo de mi habitación sigue teniendo el mismo tono blanco mate que hace veintidós años. Sacó el móvil del bolsillo y leo en letras blancas brillantes el nombre de Shana. Descuelgo.

-Livvy -empieza dubitativa-. No me esperes para comer.

-Nunca lo hago -respondo mientras con la mano libre miro la carta con el sello del Protectorado.

-Ya bueno... Hoy llegaré tarde, tengo algo que hacer.

Me incorporo sobre la cama y me coloco en posición de meditación.

-¿Sobre qué te vas a chivar ahora? -espeto irónica-. Olivia debería dejar de robar en el Manhattan Hall, Olivia es demasiado pálida, Olivia sigue comprándose mascotas a pesar de que yo me las coma todas...

La oigo suspirar desde la otra línea del teléfono.

-Tú siempre te enfadas -continúo con voz firme-. Yo también tengo ese derecho.

-Te quiero -responde simplemente, y cuelga.

Tiro el teléfono con fuerza sobre el edredón de mi cama. En raras ocasiones tengo arranques de ira. Una extraña sensación empieza a apoderarse de mí. Mis entrañas parecen estar desgarrándose.

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