23: La biblioteca familiar

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Agosto de 1991.

Cinco de la mañana.

Alessandro estaba encerrado en la habitación. ¿Cómo? ¿Por qué? Por culpa de Rebecca.

Habían ido a Londres a pesar de que él se había rehusado: no quería volver a saber nada de su nueva familia. Sin embargo, Rebecca insistió en que no habían buscado nada por ahí aún. Alex accedió de mala gana y, debido a que la única casa de los Hawthorne que había ahí había sido quemada cuando murieron sus padres, tuvieron que establecerse en un hotel.

Por supuesto, no podrían entrar ahí con un ataúd, así que permanecieron todo el día encerrados en una habitación por completo a oscuras y pidieron específicamente a los encargados del hotel que no se les molestara durante el día.

La segunda noche que pasaron ahí, después de ir de cacería, Rebecca lucía distraída y distante, con algo raro en su mirada que Alex no parecía lograr descifrar.

Comprendió por fin de qué se trataba cuando, al volver a la habitación, ella lo empujó por la espalda, haciéndolo entrar por la fuerza.

—¡Oye! —reclamó Alex, trastabillando para no caer.

Rebecca se quedó afuera y pronunció las palabras de forma lenta y clara, mirándolo a los ojos casi como si se tratara de un reto.

No puedes salir.

»Perdóname, Alex, pero es la única manera.

Alessandro le dedicó una furibunda mirada desde la puerta que hizo a Rebecca sentir que lo estaba traicionando, pero se dijo que tarde o temprano la perdonaría.

—Volveré pronto. Lo prometo —añadió, suavizando un poco su tono, pero Alessandro no cambió la forma en que la miraba.

—¿Adónde vas? —exigió sin obtener respuesta—. No quiero que vayas con ellos.

—Lo siento, Alex, pero no puedo perderte. No así. No te pierdo en realidad, pero siento como si en verdad estuvieras desapareciendo: cada vez te pareces más a un extraño que al hombre que yo quiero.

»Estoy perdiendo a mi compañero teniéndolo a mi lado, y eso está destrozándome.

Rebecca notó el asombro en sus ojos y supo que sus palabras lo había golpeado muy fuerte, pero no podía echarse atrás ahora que lo había dicho, por lo que, sin darle tiempo de decir nada más, salió del hotel en una carrera, sintiendo que el remordimiento la carcomía por dentro.

Buscó por toda la ciudad por un par de horas hasta que, al notar el aroma a café mezclado con el olor de los vampiros, encontró la pista necesaria para dar con la casa.

Llegó a la vieja casona —una enorme construcción a las afueras de Londres— cuando el día estaba a punto de comenzar, así que se movió más rápido para poder quedar a la protección de la sombra de la casa y llamó a la puerta tres veces.

Sebastián fue quien abrió, barriéndola con la mirada.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió con cierto desprecio en su voz—: Es una pena que te hayan convertido; eras tan deliciosa...

—Necesito entrar —replicó Rebecca con firmeza, intentando contener el desagrado que ese vampiro le provocaba, en especial al recordar, incluso después de tantos años, el cómo sus manos habían recorrido su cuerpo aquella noche en Venecia, haciéndola sentir indefensa.

Negó con la cabeza.

—Niña, esa actitud no te va a ayudar.

Rebecca estaba a punto de gritarle que se fuera al demonio y que la dejara pasar, cuando Renata apareció a sus espaldas.

El último Hawthorne: Sol de MediodíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora