25: Cambios

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Rebecca también había vomitado, pero Alessandro parecía solo empeorar. Incluso, al tocar su rostro pudo notar que estaba ardiendo cuando lo obligó a recostarse en el suelo, con su cabeza sobre las piernas de Rebecca. Se quedó dormido al poco tiempo y no volvió a despertar.

Ella permaneció pensando en muchas tonterías y, por un momento, se coló el recuerdo de su olor a jazmines. Intentando no despertarlo, levantó su mano para olfatear su piel, encontrándose con que el olor a jazmines casi había desaparecido. Aún olía bien, como si llevara alguna especie de perfume, pero ya no era lo mismo que antes.

Unas horas más tarde, el viejo pastor volvió luego de haber reunido a sus vacas y diciendo que, si querían acompañarlo, debían darse prisa también.

—¿Qué le pasa? —preguntó.

—Creo... creo que está enfermo.




De las siguientes horas tenía recuerdos muy vagos: había estado a la deriva entre el sueño y la vigilia, así que recordaba haber bajado de la camioneta y entrado a una casita. Después, una recámara a oscuras. Luego... nada.

Despertó en una habitación oscura mucho tiempo después. Era un cuartito con muy pocos muebles: una silla desvencijada, una mesa de noche, un espejo y, por supuesto, la cama en donde estaba tendida. Alex dormía profundamente a su lado y ambos estaban cubiertos por un par de gruesas cobijas de lana. Un sonido que le fue desconocido salía de una esquina de la habitación y, al mirar, encontró un calefactor eléctrico.

Escuchó que una puerta rechinaba y giró la cabeza en la dirección a donde provenía el ruido. El hombre que los había ayudado iba entrando al cuarto con un par de tazas entre las manos.

—¡Ah, ya despertaste! —exclamó en voz baja para no despertar a Alex—. Llevan tres días dormidos —dijo al tiempo que ponía las tazas en la mesa de noche.

Rebecca lo miró, desconcertada mientras él le acercaba una taza.

—¿Tres días?

—Bebe. Hace frío.

Rebecca obedeció, llevándose la taza a los labios y probando el líquido caliente y dulce. De inmediato supo que se trataba de chocolate, y sintió que el agradable calor de la bebida se expandía por todo su cuerpo.

—Gracias, señor...

—Maximiliano. Llámame Max.

Rebecca le regaló una sonrisa y volvió a beber.

—Ahora, niña —dijo poniéndose serio—, tienen que decirme qué hacen aquí y quiénes son ustedes. No puedo tenerlos aquí sin estar seguro de que no son...

—Descuide, Max, no somos criminales. Solo estábamos perdidos.

—En ese caso, me gustaría escuchar la historia —pidió mientras acercaba la silla y se sentaba a un lado de la cama.

Rebecca hizo una mueca casi imperceptible. No había tenido tiempo para inventar alguna historia, y Alex aún no había despertado como para pedirle ayuda.

—Hum... —comenzó—, me llamo Rebecca, y él es mi esposo, Alex Hawthorne...

—¿Qué edad tienen? —interrumpió él.

—Veinte años —replicó Rebecca sin dudar.

Max rio y le pidió que continuara.

—Conocí a Alex poco después de que padre adoptivo muriera y justo después de que él perdiera a su hermano. Nos hicimos amigos y comenzamos a viajar juntos, y después nos casamos —inventó, tratando de apegarse a la realidad.

El último Hawthorne: Sol de MediodíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora