Prólogo - La Mujer de Rojo

11.7K 597 110
                                    

Tía Eraide era alta, muy alta, tanto que cuando los hombres del pueblo venían buscando sus servicios, siempre había alguien que, cuando creían que no les escuchaba, hacía alguna broma sobre gigantes y decía que ella, sin duda, debía tener sangre de los Fomoré corriendo por sus venas. Sí, tía Eraide era muy alta y, sin embargo, esa extraña mujer lo era todavía más.

Vestía de rojo, con una tela fina y transparente que más que ocultar, se ocupaba de realzar aquellas partes de su anatomía que un niño como él debería asociar más a comida que a deseo. Su piel también tenía cierto tono carmesí, como si se hubiera untado el cuerpo con los barros de las orillas del Euro. Una filigrana gris oscura recorría su piel, trepaba por sus largas piernas y trazaba enredaderas y extraños símbolos que convergían en una espiral en su vientre, allá donde debiera tener el ombligo. Y sus ojos... Sus ojos eran dos tizones negros engarzados en un rostro de mármol, tan fríos que no parecían reales y, sin embargo, parecían verlo todo, ver incuso aquello que ocultaba en su interior. Ante esos ojos él se sentía más pequeño e insignificante, como si eso pudiera ser posible.

La dama emergió como un chorro de luz de las hasta entonces quietas aguas de la laguna y se alzó sobre la superficie de cristal dibujando pequeñas ondas que reverberaron a sus pies y se extendieron perturbando la superficie espejada.

—¿Por qué lloras, pequeño? —le preguntó. Y su voz sonó como cientos de campanillas y gotas de aguas.

—¿Quién eres? —respondió él con un ligero titubeo y se apresuró a limpiarse las mejillas con los puños sucios de fango—. ¿Eres del pueblo alegre? Mi tía me ha hablado de vosotros, me ha dicho que no fíe.

—¿Que no te fíes? —La dama no parecía molesta. Al contrario, esbozó una sonrisa y, casi sin pensarlo, él se encontró respondiendo a esa sonrisa con otra—. Tu tía debe de ser una mujer muy sabia. Haces bien en ser precavido. Muchos de los míos son traicioneros y se darían un festín con las emociones arrancadas a un pequeño muchachito valiente como tú. —Y aunque su rostro seguía manteniendo la sonrisa, había algo en su voz que se parecía demasiado a una amenaza—. Muchos de los míos disfrutan del dolor y devoran el miedo y la agonía como si fueran frutas dulces maduradas por el sol de verano. Y para conseguir su festín, no dudarían en atarte en la oscuridad y arrancarte la piel a tiras deleitándose con cada grito agudo que escapara de esa pequeña boca.

—¿Co... comes dolor? —se atrevió a preguntarle en un hilo de voz.

La dama comenzó a reír y esa risa, musical y cantarina, despejó todas sus dudas. No, ella no podía comer dolor. Ella era hermosa, era bella, era dulce y divertida, lo podía saber por el sonido de su risa, por su sonrisa amable.

—A veces —reconoció ella—, me gusta el dolor y me gusta el placer y me gusta la felicidad y me gusta el miedo. Pero lo que más me gusta es el sabor amargo y ácido de las lágrimas de rabia y desesperación, como las tuyas. ¿Por qué lloras, pequeño? —preguntó de nuevo.

Dudó antes de responder.

—¿Si te comes mi dolor, dejaré de sentirlo?

—Inténtalo —le animó la dama.

Tomó aire. A pesar del extraño encuentro, todavía sentía la bola de rabia creciendo dentro de él. Muy grande, muy fuerte y muy caliente. Sentía que si no la expulsaba, si no dirigía toda esa ira contra algo, acabaría consumiéndole, convirtiéndole en cenizas; un cuerpo sin alma.

—Mi padre fue a la guerra contra los invasores romanos. Y... —. Apretó los puños, era difícil continuar. Tragó saliva y alzó la cabeza. Fijó sus ojos de brasas encendidas en los carbones fríos de la extraña dama.

El Caminante [Barreras de Sal y Sangre -II]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora