Una vez confesados los pecados, el sacerdote nos da la absolución. La misericordia de Dios se derrama sobre nosotros y se nos perdonan todos nuestros pecados a la vez que desciende a nuestra alma el tesoro divino de la gracia. Es el momento más santo de la confesión.
Después de la confesión debemos cumplir la penitencia que nos impone el sacerdote. No todos los cristianos saben el sentido que esta tiene y por que deben hacerlo. Cuando el sacerdote nos dice que recemos tres Avemarías o que demos una limosna como penitencia, con esa oración o con ese sacrificio, pagamos parte de la deuda que hemos contraído con el Señor al ofenderle. La penitencia debería ser proporcionada a nuestras faltas, pero muchas veces el sacerdote, conocedor de nuestra debilidad, nos impone una pequeña penitencia, aunque nuestras faltas no sean pequeñas, para facilitarnos su cumplimiento.
En realidad nuestros actos de penitencia nunca serían suficientes para pagar o satisfacer a Dios por nuestros pecados. Es Jesús el que ha pagado por todos ellos al sufrir en su propia carne los dolores de la Pasión y Muerte en la Cruz. Sin embargo, la Iglesia quiere que nosotros también paguemos, al menos un poco, por las ofensas cometidas contra Dios. Por ello, la penitencia o satisfacción por nuestros pecados, aunque sea pequeña y desproporcionada, es una demostración de nuestro amor a Dios y de nuestros deseos de reparación y de desagravio.