El Ceniciento

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-¡Qué sucio está el orgulloso muchacho! -decían riéndose, y lo mandaron a ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde por la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanos le hacían además todo el daño posible, se burlaban de él y le vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche, cuando estaba cansado de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostado al lado del fuego, y como resultado siempre estaba lleno de polvo y ceniza, le llamaban el Ceniciento. El pobre muchacho aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera, pues su mujer lo dominaba por completo.

Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus hijastros lo que querían que les trajese.

-Un bonito traje -dijo uno.

-Unos buenos zapatos, -añadió el segundo.

-Y tú, Ceniciento, ¿qué quieres? -le dijo.

-Padre, tráeme la primera rama que encuentres en el camino.

Compró a sus dos hijastros hermosos trajes y zapatos adornados de perlas y piedras preciosas, y a su regreso, al pasar por un bosque cubierto de verdor, tropezó con su sombrero en una rama de zarza, y la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastros lo que le habían pedido y la rama a Ceniciento, el cual se lo agradeció; corrió al sepulcro de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un hermoso árbol. 




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