Capítulo 7: Los chicos también se "rayan"

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                A las 8:30 de la mañana de un día cualquiera de verano en Salou, era una hora buena para que los turistas empezaran a llenar las playas. No había mucha gente, sin duda al mediodía había muchísima más, pero ya empezaba a haber indicios de que ese sería otro día de reunión intensa para tomar el sol y bañarse en el agua. Después de la experiencia de bañarse sin gente, definitivamente no iba a molestarme en ir a ninguna otra hora. Aunque no me importaba estar rodeado de gente, no era fan de las aglomeraciones. Razón por la que Robin y yo siempre nos habíamos eximido de formar grupos grandes de amigos. Por eso, y porque se acostumbraban a disolver y formar grupos más pequeños entre sí. Algo que, personalmente, siempre me había molestado.

Así que cuando llegué a la cueva, únicamente una señora mayor que había decidido extender su toalla de pingüinos rosa en las rocas, había reparado en mi presencia. Lo sé porque entablé una pequeña conversación sobre lo bien que se estaba en la playa a esas horas de la mañana, y que años atrás, ella y su difunto marido iban a diario. Desde entonces, la señora Rosario acudía a la playa todas las mañanas como si de una cita se tratase. Ciertamente, una historia preciosa, aunque si sigo así, al final podré escribir un libro titulado "Historias de la abuela".

Recé para que Coral siguiera en la cueva pese a mi retraso de cuarto de hora- veinte minutos. Así que cuando entre en el húmedo interior de las rocas, la llamé en voz alta. El eco no se hizo esperar, lo que sí lo hizo fue la respuesta. En realidad, no llegó nunca.

Avancé poco a poco hasta llegar a un claro donde había una especie de lago subterráneo. La luz del sol se filtraba en zonas, dando tonos azulados a la trasparencia del agua. Jamás habría pensado que pudiera haber un lugar tan asombroso tan cerca. No era muy espacioso, pero lo suficiente como para poder bañarte y sentarte en las rocas. Miré en derredor, esperando ver indicios de la presencia de alguien. Estaba desierto, Coral debía haberse marchado ya.

Ante la decepción, decidí aprovechar la ocasión y meter los pies en el agua. Me senté, poyándome en las manos y dejé flotar las piernas en el agua. Estaba fría, más que la del exterior, pero era muy relajante. Se respiraba paz y sal. Suspiré, relajando el cuerpo y tumbándome para mirar el techo de roca y alguna que otra concha adherida a la piedra. Solo el débil goteo de la humedad transformándose en gotitas de agua inundaba el silencio.

Seguramente me habría dormido, plácidamente y como nunca antes, si no hubiese sido por la leve corriente que sentí en el agua, cerca de mis pies. Fruncí el ceño con molestia, ¡intentaba relajarme! Pero entonces caí en la cuenta de que no estaba en la piscina, donde lo único que puede molestarte es un flotador de un niño, un trozo de papel mojado, una goma del pelo o cualquier otra cosa similar. Estaba en el mar, donde podía haber un millón de bichos capaces de molestar a quien quiera meter los pies en el agua. Y gran parte de esos bichos no eran amigables...

Sobresaltado, me levanté de golpe para cerciorarme de que no era ningún bicho. Pero si lo era, algo enorme que llegaba nadando hacia donde yo estaba. Chapoteando y agitando el agua.

Saqué las piernas tan deprisa que le di una patada al bicho, al mismo tiempo que gritaba por el susto.

― ¡Mierda! ¿¡Estás loco o qué te pasa!? ―gritó el bicho, o mejor dicho; Coral.

― ¿¡Que qué me pasa!? ¡La loca eres tú! ¿De dónde sales? ¡Pensaba que eras un tiburón o un bicho venenoso!

Coral, ahora saliendo del agua masajeándose el hombro donde, probablemente, la había golpeado sin querer, me dedicó una mirada ofendida.

"Cosas que debe saber un hermano"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora