Capítulo 25

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  La excelente opinión que Emma se había formado de Frank Churchill, al día siguiente recibió un duro golpe al oír que el joven se había ido a Londres sin más objeto que el de hacerse cortar el cabello. A la hora del desayuno de pronto tuvo ese capricho, había mandado a por una silla de postas y había partido con la intención de estar de regreso a la hora de la cena, pero sin alegar motivo de más importancia que el de hacerse cortar el cabello. Desde luego no había nada malo en que recorriera dos veces una distancia de dieciséis millas con este fin; pero era algo de una afectación tan exagerada y caprichosa que ella no podía aprobarlo. No concordaba con la sensatez de ideas, la moderación en los gastos e incluso la cordial efusividad ajena a toda presunción, que había creído observar en él el día anterior. Aquello representaba vanidad, extravagancia, afición a los cambios bruscos, inestabilidad de carácter, esa inquietud de ciertas personas que siempre tienen que estar haciendo algo, bueno o malo; falta de atención para con su padre y la señora Weston, e indiferencia para el modo en que su proceder pudiera ser juzgado por los demás; se hacía acreedor a todas estas acusaciones. Su padre se limitó a llamarle petimetre y a tomar a broma lo sucedido; pero la señora Weston quedó muy contrariada, y ello se vio claramente por el hecho de que procuró cambiar de conversación lo antes posible y no hizo otro comentario que el de «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».

Exceptuando esta pequeña mancha, Emma consideraba que hasta entonces sólo podía juzgar muy favorablemente el comportamiento del joven. La señora Weston no se cansaba de repetir lo atento y amable que se mostraba siempre para con ella y las muchas cualidades que en conjunto poseía su persona. Era de carácter muy abierto, alegre y vivaz; no veía nada de malo en sus principios, y sí en cambio mucho de inequívocamente bueno; hablaba de su tío en términos de gran afecto, le gustaba citarle en su conversación... decía que sería el hombre más bueno del mundo si le dejaran obrar según su modo de ser; y aunque no profesaba el mismo cariño a su tía, no dejaba de reconocer con gratitud las bondades que había tenido para con él, y daba la impresión de que se había propuesto hablar siempre de ella con respeto. Todo ello obligaba a concederle un margen de confianza; y sólo por la desdichada fantasía de querer cortarse el cabello no podía considerársele indigno de la alta estima con que en su fuero interno Emma le distinguía; estima que si no era exactamente un sentimiento de amor por él, estaba muy cerca de serlo, y cuyo único obstáculo era su terquedad (aún seguía firme en su decisión de no casarse nunca)... estima que, en resumen, se traducía en el hecho de que Emma le consideraba por encima de todas las demás personas que conocía.

Por su parte, el señor Weston añadía a las excelencias de su hijo una virtud que tampoco dejaba de tener su peso: había dejado entrever a Emma que Frank la admiraba extraordinariamente... que la consideraba muy atractiva y llena de encantos; y por lo tanto, con tantos elementos a su favor Emma creía que no debía juzgarle duramente. Como había comentado la señora Weston, «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».

Pero no todas sus nuevas amistades del condado mostraban disposiciones tan benevolentes. En general en las parroquias de Donwell y Highbury se le juzgaba sin malicia; no se daba mucha importancia a las pequeñas extravagancias de un joven tan apuesto... siempre sonriente y siempre amable con todos; pero había alguien que no se ablandaba fácilmente, a quien reverencias y sonrisas no hacían deponer su actitud crítica: el señor Knightley. El hecho en cuestión le fue referido en Hartfield; por el momento no dijo nada; pero casi inmediatamente después Emma le oyó comentar para sí mismo, mientras se inclinaba sobre el periódico que tenía entre las manos:

-Hum, no me equivocaba al suponer que sería un memo y un vanidoso.

Emma estuvo a punto de replicarle; pero en seguida se dio cuenta de que aquellas palabras no habían sido más que un desahogo, y que no tenían ningún carácter de provocación; y las dejó sin respuesta.

Emma - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora