Prefacio.

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Abro mis ojos, lentamente, cuando mi sueño es interrumpido por el constante repiqueteo de mi teléfono celular; gruño para mis adentros, antes de tantear con la mano derecha por la mesita de noche, hasta ponerle fin al demoníaco sonido, lista para volver a dormir.

No pasan más de cinco minutos, en los cuales sólo doy vueltas y vueltas, que me tengo que levantar sin más. Estiro mi cuerpo, todo lo que puedo, dirigiéndome luego a mi baño, en dónde me miro en el espejo un momento, para luego tomar el cepillo de dientes entre mis dedos, encogiéndome de hombros ante mi apariencia descuidada.

No tengo muy bien metido el cepillo en los dientes, a lo que el teléfono celular vuelve a sonar. Colocó el cepillo en el lavamanos, con todo y crema dental y contesto sin ver el remitente.

 ¡Querida! — Dicen a través de la linea y me llevo instantáneamente una mano a la sien, masajeandola.

—Humberto, buenos días. — Saludo, con fingida felicidad, que es más obvia que la Torre Eiffel en París.  — ¿Para qué llamas a estas horas? — Digo, suponiendo que es temprano, porqué ni siquiera he visto la hora.

Buenas tardes, chérie. — Pronuncia, con su inigualable acento francés y el dolor de cabeza me empieza enseguida. —Ya estás pasada de la hora del almuerzo.

Yo gimo en respuesta, con razón mi estomago está gritando por algo de comer.

—Mierda, Humberto...

Nada de malas palabras, por favor. — Ruedo los ojos, aprovechando que él no puede verme. — Y te llamó sólo para recordarte, que te quedan once semanas y media, para el plazo de tu libro, querida. Madgalena me está presionando a mí también.

—Maldita editora.— Susurro, más para mí misma que para él, pero el sonido de sorpresa en su voz me hace saber que me ha escuchado, y lo ignoró, trancando la llamada.

Estoy harta de todo esto.

Nadie nunca dijo que ser escritora profesional sería fácil, ni que se podría lidiar con la fama y todo el entorno que conlleva; sin embargo es más complicado de lo que imagine.

Todos alguna vez en nuestras vidas sufrimos de un desgraciado bloqueo y no hay nada que puedas hacer para salir de él, porqué escuchar músicas depresivas y comer helado de chocolate hasta morir de indigestión no es una opción que ayude mucho que digamos.

Estoy camino a la cocina, lista para prepararme unos panqueques bien suculentos, exquisitos y pornográficos, como mi desayuno-almuerzo-merienda, porqué son las 2:50 pm, cuando dos golpes en la puerta me interrumpen en seco. Le doy una ojeada a mi pijama disparejo, con el short de conejitos rosados y la camisa a cuadros, sin mucho relevo, pensando que es mamá, quién viene cada semana a darme alientos para que pueda escribir al menos una linea por día, pero cuando mi mano le da vuelta al pomo y se abre la puerta, la figura de un guapo hombre mirándome entre la gracia y el horror, me da la bienvenida al pasillo del edificio en el cuál he vivido por casi media década.

—Disculpe, señorita, yo...— Él se ve envuelto en una risa ronca y grotesca sin dejarlo continuar, que enseguida me pone los pelos de punta.

—¡Adiós! — Exclamó, tirando la puerta en sus narices de sopetón, avergonzada y enojada a la vez.

El hombre vuelve a tocar la puerta, porqué sé que es él.

—Vete, hijo de la playa. — Sentencio, apenas abro de nuevo y tengo que tragarme mis palabras cuando una inocente niña de ojos claros me saluda con la mano; la timidez impregnada en su cara.

—Señorita, yo sólo quería venderle unas galletas... —Explica y entonces me doy cuenta del paquete rojo a sus pies.

—No sé tú pero yo no soy ningún hijo de la playa. — Mi ceño se frunce de inmediato, visualizando al hombre guapo, saliendo de unos arbustos, que adornan el lugar. — En cambio tú, con esas fachas de pordiosera, podrías pasar por la hija pérdida de Cenicienta.

—Tío, respeta a la señorita. —Pide la niña y le sonrió, en forma de agradecimiento.

—Sólo le digo sus verdades a está, que casi me rompe la nariz. Yo soy hijo de mis padres y de nadie más.

—Para tu información, chimpancé de cuarta, está como dices, tiene nombre y apellido. — Le sacó disimuladamente el dedo del medio, para proseguir diciéndole con una ironía extrema: —Descubriste a América en un vaso de agua, Colón...

Él me saca la lengua y lo ignoró, dándole la espalda, yendo en busca de mi billetera para comprarle las galletas a la niña, por el simple hecho de que estoy muerta de hambre y no tengo ganas de cocinar ya.

Al regresar de mi habitación con 100€ en mano, me encuentro con la sorpresa del primate sentado en mi precioso sofá de cuero, mientras su sobrina descansa recostada al marco de la puerta, con los ojos abiertos como platos, mientras observa a su tío.

—Salvaje, levántate de mi sofá y lárgate de mi departamento. — Exijo, entregándole el dinero a la niña y tomando las galletas de mala gana.

—Muchísimas gracias por su compra, señorita. —Dice, besando mi mejilla, sin embargo, descuidadamente y recuerdo que yo ni siquiera me he cepillado los dientes y me llevó una mano a la boca, por inercia.

—Ya sabía yo de donde venía ese mal olor y me dices a mí que soy un salvaje...¡Por el amor a Dios!

—¡Largo animal! — Ordeno señalando el pasillo desierto.

El hombre sólo se ríe, me guiña un ojo y se va, tomando a su sobrina en brazos. Y mi corazón está latiendo fuerte; se siente como si hubiera dejado una promesa en el aire o algo...

Besos Achocolatados©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora