11. Protección

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- ¿Cuándo es el día? –le pregunté a un compañero de habitación, a lo que antiguamente equivaldría a un Wladimir pero versión gitanesca.

- Este martes, por el momento, a las tres de la madrugada.

Era sábado. Ya no me quedaba mucho tiempo. No hablaba con Kjeltt desde hacía varios días, y sinceramente no me sentía con las agallas para hacerlo.

Transcurrió el tiempo como un verdadero santiamén, en los que paulatinamente fui asumiendo que de cualquier forma estaría condenado a que mi conciencia me molestara, mencionándole la situación a Kjeltt o no.

Como el momento ya había llegado, decidí acabar de forma definitiva.

En medio del silencio de la madrugada, un pito muy agudo como un silbido se propagó por todos los que oían, frente a lo que un compañero encargado dio la señal para escapar y en masa nos levantamos para abrir la puerta de hierro que nos encarcelaba. Nos abalanzamos contra los cuidadores de las salidas. Hubo varios tiroteos mientras yo buscaba la puerta 3, sin embargo, eso no era exactamente lo que me mantenía ocupada mi mente. Todos ya sabrían cuál era mi temor; toparme con la triste cara suplicante, incomprendida y amadora, a la que no quería, pero debía, abandonar. Sabía que si me la encontraba en medio de todo ese alboroto, no lo soportaría y tendría que abortar la misión, viéndome imposibilitado de continuar con lo que la razón indicaba hacer.

De pronto la vi. Divisé a mi prima con su hijo en brazos buscándome, entonces corrí hacia ella y aferrados cruzamos la multitud entre gritos de alegría y de muerte. Tan bien planificada estaba la fuga, que a unos metros de allí habían, gran parte de ellos, judíos y sacerdotes esperándonos con camionetas, a las que nos subimos rápidamente y, ya cargadas a los pocos minutos, partieron por la extensa carretera hacia el sur a toda velocidad.

Todos iban cantando con euforia, sonrisas y hasta con palmas, pero yo no podía incorporarme a ellos de igual manera: observé durante, quizás, horas, el horizonte que se alejaba de mi presente y que iba quedando tras el nuevo camino que decidí escoger: una vida normal, en mi país y con familiares, no en el triste auto-engaño de querer un mundo maravilloso aún sabiendo de que no puede ser así. Ahí pensé entonces que el mejor camino, a veces, es el más difícil, o más personal aún: que por algo existe ese extraño vidrio, que algo de benéfico tiene... protegerme, por ejemplo, del dolor y la decepción.

Y medité, durante mucho tiempo, mientras se asomaba el amanecer. A veces me detenía al escuchar parte de los himnos que nos obligaban a cantar, pero esta vez con la letra cambiada por frases ridículas, o cuando Bendek me decía cosas tan tiernas que no podía evitar reírme de su inocencia. En fin, hasta ahí había llegado mi inexistente futuro con ese soldado alemán nazi.

Viajamos al rededor de un día y medio junto al generoso sacerdote hasta que llegamos a Varsovia, donde en el gueto ya construido se había originado la idea del levantamiento. Los que estaban dentro habían cerrado todos los puntos de acceso, por ello, mi prima –y por lo tanto yo– decidimos que debíamos entrar para apoyar al movimiento, encontrar conocidos y ayudar en lo que sea posible. Así lo hicimos; gracias a muchas personas de confianza pudimos llegar hasta las afueras del recinto sin que los alemanes nos sorprendieran, y, más tarde, logramos ingresar mediante unas alcantarillas. Todo tras diversas investigaciones por parte de ellos: nos hicieron una larga entrevista a cada uno sobre nuestra experiencia en Auschwitz I.

El ambiente dentro, claramente, no era el mejor, pero tampoco era tan malo como se esperaría de un conflicto de esa magnitud. La gente estaba atemorizada de que los nazis pudieran forzar los muros y entrar, y los mendigos y la escasez de comida eran también un gran problema. Nos alojamos en el apartamento de una vecina de mi prima, donde gozamos de comodidades que no experimentaba desde que estaba con Kjeltt en su pequeño mundo dentro del campo de concentración.

Retomé un poco la literatura, el piano, el quehacer doméstico, volví a comer alimentos que habían desaparecido por completo de nuestra vida, pero por sobre todo, conviví mucho con mi pequeño sobrino de segundo grado. Eran notorios los cambios que tenía a través de los días; los niños son de esos seres que pueden moldear muy fácilmente su mentalidad dependiendo del ejemplo que tengan a su alcance. Le enseñé cosas que no alcanzó a ver en la escuela y algunos modales y cosas básicas de la vida. Creo que junto con él, yo rehacía la mía también.

Tras El Vidrio (Novela Corta)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora