12. Juego

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Solo en momentos muy cruciales me influía el recuerdo de Kjeltt. Era como un péndulo que se iba y volvía. Para sentirme mejor me ponía a escribir cartas que siempre llegaban a la mitad, ¿cómo se las iba a enviar? Algunos ejemplares eran como este:

"Varsovia, 30 de septiembre de 1943

Querido Kjeltt:

Lo siento muchísimo, el haberte dejado. Creo que el destino no es algo que podamos controlar. A veces hay que hacer cosas que no queremos para ser felices, y lamentablemente, lo nuestro no cupo dentro de las cosas posibles. Pienso en ti siempre, pero sé que no debo hacerlo. Tú tampoco deberías hacerlo. Solo piensa que desde acá te mando todo el apoyo del mundo y que por tu forma de ser es seguro que encontrarás la felicidad por tu propia cuenta. En Varsovia nos faltan un poco los recursos pero nuestro estilo de vida es estable. El miedo es nuestro mayor sufrimiento, pero no te preocupes.

¿Tú cómo has estado? ¿Tu padre ha cambiado en algo su manera de pensar? Espero que no estén muy duras las condiciones por allá..."

En general no superaba los dos párrafos, porque finalizaba siempre con lo mismo: dolor, entonces las rompía. Pero el malestar ya era momentáneo, ya que cada semana estos papeles se volvían menos frecuentes.

Por otro lado, las enfermedades aumentaban dentro del gueto junto con el contacto con el exterior, es decir, los refuerzos que venían desde afuera disminuían, sin olvidar tampoco que los enemigos nos rodeaban cada vez más con tropas, armas y tanques que en algún momento pensaban usar. Tampoco había trabajo, por lo que el dinero dejaba de tener valor y el hambre se apoderaba de los estómagos de todos. La única esperanza que se tenía era que la guerra cesara, pero no había intención alguna de que los nazis se movieran, así que por el momento nada se podía hacer. Algunos escapaban del gueto, pero corrían peligro fuera.

El esposo de la vecina, el señor Quibor, podía hacer de todo. Tenía lista una maleta llena de armas y explosivos caseros por si algún día se adentraban los alemanes. Estaba preparado para cualquier situación: si mal no recuerdo, había construido un búnker con unos amigos para refugiarnos ahí. También tenía un escondite secreto para objetos de valor como joyas y metales preciosos, e incluso un poco de dinero. Con ellos, en más de una ocasión salimos de algún apuro.

El recuerdo de Kjeltt, lo admito, no se me iba ni un momento, pero tampoco podía definir si pensar en él me hacía sentir bien o mal. Quizás era simplemente parte de mi historia y que por eso mismo no debía influir en mi presente. Yo ya no era el sujeto sensible de un principio... suponía.

Hasta que el día que todos temían llegó. Un tanque chocó contra uno de los muros de ladrillos y se paseó por las calles de la capital junto a millares de soldados armados que disparaban en todas direcciones. También se asomaron avionetas soltando bombas encima de nosotros. Quibor a cargo, mandó a que mujeres y niños se dirigieran al búnker mientras que hombres defendieran la ciudad, cosa que me pareció muy entretenida –sí, mi espíritu guerrero se manifestó– y fuimos con rifles a agravarles la situación. El ruido era ensordecedor, y temí un poco cuando contemplé edificios enteros desmoronarse, gente muerta en la calle, corriendo, escondiéndose. Traté de ignorar el escenario pensando que el esfuerzo de todos podría conseguir la victoria, así que seguimos, armados, a combatir.

Mi momento de oro lo encontré cuando, escondiéndome en un callejón, identifiqué a un grupo de militares enemigos organizándose para atacar. Le eché un ojo a mi bolso y encontré justo lo que me servía; una molotov. Cogí silenciosamente mis accesorios, prendí con un fósforo la bomba y la lancé como si estuviera haciendo sólo una travesura. Después de todo, eran ellos los malos, ¿no?

Corrí. Al parecer, cuando alcé mi mano para tirarla uno de ellos me había visto, pero de todos modos no me podrían alcanzar. Me alejé oyendo la explosión tras mío.

Inesperadamente, desde esa misma dirección, abriéndose paso entre el humo, se empezó a aproximar hacia mí una camioneta, entonces despavorido corrí más rápido para llegar al escondite bajo suelo. La ciudad ya eran solo ruinas llenas de polvo, cenizas y fuego, donde prácticamente no había nadie en ningún sitio. Cuando me di cuenta, comprendí que había llegado demasiado lejos: no me ubicaba y no sabía dónde había quedado el búnker.

Sin pensarlo dos veces, cuando los soldados comenzaron a disparar entré a un edificio, al parecer ya deshabitado, para ver si me podía esconder en alguna parte. Estaba muerto de cansancio, pero mi vida estaba en juego y lo peor que podía hacer era detenerme. Trataba de pensar en alguna estrategia que los engañara y así pasar desapercibido, pero como no se me ocurría nada, subí por las escaleras.

Me topé con un ascensor, en el cual no me pude esconder porque estaba descompuesto: la puerta no se cerraba y corría el riesgo, además, de que se cortara la cuerda. Lo peor fue mirar por la ventana y ver como se bajaban del vehículo para entrar en la construcción, entonces por la desesperación entré a una habitación desordenada que había cerca y me encerré en un closet. Dejé la puerta de la pieza abierta para que no sea tan obvio que entré allí, ni tampoco puse muebles que impidieran la visión hacia dentro del cuarto.

Me encerré jadeando y traté de tranquilizarme, pues me hallarían de inmediato si algún ruido de respiración salía tras las maderas. Desde ahí escuchaba cómo uno de ellos decía por un megáfono, en alemán: "Está armado, vayan con precaución y a la defensiva". Hablaban de mí, supuse.

Esperaba, mientras explosiones se oían a lo lejos. Luego, soldados subieron por las escaleras y mi adrenalina subió como nunca antes. Cada vez los pasos apresurados se escuchaban más cerca, entonces comprendí que se separaron para buscarme, y sentía, no, de hecho sabía, que habían llegado a la habitación. Posiblemente sospecharían que yo había entrado ahí. Me parecía que sabíamos de la presencia del otro, pero quien se evidenciara primero perdería; así como un juego o... no, era más que un juego, la verdad. Duró demasiado tiempo.

De repente, literalmente al lado del edificio se estrelló una bomba que despedazó la pared de la sala en la que estaba. El estruendo fue tan grande y tan cerca, que fue inútil seguir ocultándose y uno de los sujetos que me buscaba terminó chocando contra el armario, y yo contra sus puertas.

Quedé noqueado y con un pito agudo en los oídos, seguramente un trauma acústico, que no me permitía ni siquiera escuchar cómo se desmoronaban las paredes del inmueble.

El alemán seguramente había muerto. Por si acaso, esperé un rato y luego abrí con cuidado y levemente la puerta. Impresionante: ya no había techo y faltaba parte de la pared. Aunque gran sorpresa me llevé al ver que lo del sujeto no fue así; semi vivo estaba tratando de levantarse del suelo, frente a lo que me asusté y cerré rápidamente el armario. Por como lo hice, produje bastante ruido y temí que se haya dando cuenta, pero luego comprendí que obviamente él tampoco escuchaba. Seguí esperando, y, cada vez podía oír mejor mi organismo. Mi audición se estaba recuperando. Ya me ponía levemente tranquilo hasta que ahora sí pude identificar, claramente, un rifle preparándose para disparar.

Ya estaba decidido que ese sería mi fin. No quería verlo, claro, entonces me tapé los ojos y los oídos de tal forma que pudiera camuflarme estúpidamente. "Fue una buena vida" –pensé. Existían algunas peores, así que no podía quejarme, y a lo mejor en el campo de exterminio hubiera muerto antes. Quién sabe. Total, ¿qué me podría salvar en ese momento? Pero fue como si me hubieran puesto la respuesta frente a mis ojos.

Tras El Vidrio (Novela Corta)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora