Capítulo 5, La voluntad de las cartas

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Loki miró la escena desde la puerta de su caravana como lo hacían los demás.

Beatrice tenía buena mano para los jóvenes asustados, ya había hecho un buen trabajo cuando habían encontrado a Flavio y a Luciano. El segundo parecía una bestia salvaje, violenta y asustada. Habían cambiado bastante y de hecho, a Flavio no solía gustarle estar cerca de Beatrice durante mucho tiempo cuando en un principio habían sido inseparables.

El noruego cerró la puerta y sonrió, esperando así borrar de su mente todas las preocupaciones que lo asaltaban. El circo estaba increíblemente vivo durante aquellos días. A él mismo le habría gustado estar un rato más con el niño, o acercarse a conocer al hombre, pero lo que había visto en las cartas no le daba buena espina.

Tampoco lo hacían sus conocimientos sobre nombres y colores de ojos. Iba a pasar algo y no iba a gustarle. No quería irse, no quería apartarse de Markell. Y, lo más importante, no tenía adónde volver.

Aquel era el mayor miedo de Loki, que el circo se separara. La sonrisa que adornaba su rostro se borró como lo hace un surco en la orilla de una playa cuando sube la marea, como si nunca hubiera estado allí.

Miró hacia abajo, se alisó el traje. Llevaba un traje azul, sencillo, sin ningún tipo de decoración. Sus ojos violetas destacaban tras los cristales de sus gafas. Al igual que su cabello rubio claro alborotado.

Se sentó frente a su mesa circular, volviendo a barajar las cartas del tarot. Estaba usando tan solo los Arcanos Mayores, los Menores permanecían en su pequeña caja de madera, esperando a que los necesitara. Tras él había una estantería llena de libros sobre adivinación y otro tipo de conocimientos de campos similares.

Una única lámpara colgaba del techo, dando una luz púrpura y haciendo que parte de los objetos de la habitación cambiaran de color.

Loki contaba con una gran bola de cristal, varias barajas de cartas, té —y una bonita vajilla de porcelana blanca que apenas usaba debido a la ausencia de invitados—, runas, dados y más objetos que usaba en contadas ocasiones.

Su trabajo era aburrido, muy aburrido. Al menos así lo encontraba él.

Entregaba predicciones a los clientes del circo. Que alguna de las predicciones fuera distinta a "muerte" o "pésima fortuna" era algo prácticamente imposible que no ocurría nunca. A veces, también se dedicaba a entregar fortunas a los empleados, aunque pocos se atrevían a pedirle una, pensando que maldecía a la gente en lugar de realizar adivinaciones.

Aquello hacía que se sintiera ofendido. Él no tenía nada que ver con que sus predicciones se cumplieran o no. Él solo escuchaba a los hados del destino y no cortaba ni tejía los hilos que formaban la vida de las personas.

Las caravanas se pusieron en marcha y escuchó un ruido en el exterior.

Parpadeó confundido, intentando recordar a qué solían deberse los ruidos en el exterior de las caravanas.

¿Visitas? Cierto, esperaba a alguien.

Oliver le había pedido que le echara las cartas a Twain, el nuevo mago. A pesar de ser un niño, su caravana ya se había unido a la marcha, apareciendo de la nada completamente equipada como era de costumbre.

Se levantó y miró a su alrededor. Hacía décadas que no efectuaba un acoplamiento, ¿estaba todo a punto para recibir visitas? La alfombra morada parecía limpia, al igual que su cama al fondo. Puso una silla junto a la mesa en la que estaba sentado y abrió la puerta de la caravana.

Unos grandes ojos grises de un tono oscuro lo miraron fijamente.

—Pasa, Twain —dijo cuando encontró las palabras.

Welcome to the Night CircusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora