Estoy viendo, Watson, que no tendré más remedio que ir —me dijo Holmes, cierta mañana, cuando estábamos desayunando juntos.
—¡lr! ¿Adónde?
—A Dartmoor..., a King's Pyland.
No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado ya en aquel suceso extraordinario, que constituía tema único de conversación de un extremo a otro de toda la superficie de Inglaterra. Mi compañero se había pasado un día entero yendo y viniendo por la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis preguntas y comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos iba enviando las ediciones de todos los periódicos a medida que salían, pero Holmes los tiraba a un rincón después de haberles echado una ojeada. Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus cavilaciones. Sólo había un problema pendiente de la opinión pública que podía mantener en vilo su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria desaparición del caballo favorito de la Copa Wessex y del trágico asesinato de su entrenador.
Por eso, su anuncio repentino de que iba a salir para el escenario del drama correspondió a lo que yo calculaba y deseaba.—Me seria muy grato acompañarle hasta allí, si no le estorbo —le dije.
—Me haría usted un gran favor viniendo conmigo, querido Watson. Y opino que no malgastará su tiempo, porque este suceso presenta algunas características que prometen ser únicas. Creo que disponemos del tiempo justo para tomar nuestro tren en la estación de Paddington. Durante el viaje entraré en más detalles del asunto. Me haría usted un favor llevando sus magníficos gemelos de campo.
Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase, en ruta hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su cara, angulosa y ávida, enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el paquete de periódicos recién puestos a la venta, que había comprado en Paddington. Habíamos dejado ya muy atrás a Reading cuando tiró el último de todos debajo del asiento, y me ofreció su petaca.
—Llevamos buena marcha —dijo, mirando por la ventanilla y fijándose en su reloj—. En este momento marchamos a cincuenta y tres millas y media por hora.
—No me he fijado en los postes que marcan los cuartos de milla—le contesté.
—Ni yo tampoco. Pero en esta línea los del telégrafo están espaciados a sesenta yardas el uno del otro, y el cálculo es sencillo. ¿Habrá leído ya usted algo, me imagino, sobre ese asunto del asesinato de John Straker y de la desaparición de Silver Blaze?
—He leído lo que dicen el Telegraph y el Chronicle.
—Es éste uno de los casos en que el razonador debe ejercitar su destreza en tamizar los hechos conocidos en busca de detalles, más bien que en descubrir hechos nuevos. Ha sido ésta una tragedia tan fuera de lo corriente, tan completa y de tanta importancia, personal para muchísima gente, que nos vemos sufriendo de plétora de inferencias, conjeturas e hipótesis. Lo dificil aquí es desprender el esqueleto de los hechos..., de los hechos absolutos e indiscutibles..., de todo lo que no son sino arrequives de teorizantes y de reporteros. Acto continuo, bien afirmados sobre esta sólida base, nuestra obligación consiste en ver qué consecuencias se pueden sacar y cuáles son los puntós especiales que constituyen el eje de todo el misterio. El martes por la tarde recibí sendos telegramas del coronel Ross, propietario del caballo, y del inspector Gregory, que está investigando el caso. En ambos se pedía mi colaboración.
—¡Martes por la tarde! —exclamé yo—. Y estamos a jueves pór la mañana... ¿Por qué no fue usted ayer?
—Pues porque cometí una torpeza, mi querido Watson..., y me temo que esto me ocurre con mucha mayor frecuencia de lo que creerán quienes sólo me conocen por las memorias que usted ha escrito. La verdad es que me pareció imposible que el caballo más conocido de Inglaterra pudiera permanecer oculto mucho tiempo, especialmente en una región tan escasamente poblada como esta del norte de Dartmoor. Ayer estuve esperando de una hora a otra la noticia de que había sido encontrado, y de que su secuestrador era el asesino de John Straker. Sin embargo, al amanecer otro día y encontrarme con que nada se había hecho, fuera de la detención del joven Fitzroy Sirnpson, comprendí que era hora de que yo entrase en actividad. Pero tengo la sensación de que, en ciertos aspectos, no se ha perdido el día de ayer.
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Las Memorias de Sherlock Holmes
Classics"Las memorias de Sherlock Holmes" es una colección de historias de Sherlock Holmes, originariamente publicado en 1894, por Arthur Conan Doyle, luego de: "Estudio en Escarlata" (1887), "El Signo de los Cuatro" (1890) y "Las Aventuras de Sherlock Holm...