7- El Jorobado

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«Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera.»
(2) Samuel 11, 15

Una noche de verano, pocos meses después de casarme, estaba sentado ante mi chimenea, fumando una última pipa y dando cabezadas sobre una novela, pues mi jornada de trabajo había sido agotadora. Mi esposa había subido ya, y el ruido al cerrarse con llave la puerta de entrada, un rato antes, me indicó que también los sirvientes se habían retirado.
Había abandonado mi asiento y estaba vaciando la ceniza de mi pipa, cuando oí de pronto un campanillazo. Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse de un visitante. Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en vela. Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran asombro por mi parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada.

-Vaya, Watson -dijo-, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía levantado.

-Adelante, por favor, mi querido amigo.

-¡Parece sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diria yo! ¡Hum! ¿O sea que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta ceniza esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que estaba usted acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar por un paisano de pura raza mientras conserve el hábito de guardar el pañuelo en su manga.
¿Puede darme alojamiento por esta noche?

-Con mucho gusto.

-Me dijo que tenía una habitación individual para soltero, y veo que en este momento no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para sombreros en su perchero.

-Me complacerá mucho que se quede.

-Gracias. Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un operario británico en casa. Los envía el demonio. ¿No sería un problema de desagües, espero?

-No, el gas.

-¡Ah! Ha dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente fumaré una pipa con usted.

Le ofrecí mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía haberle traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia que decidiera abordarlo.

-Veo que en estos momentos está muy ocupado profesionalmente -comentó, dirigiéndome una mirada penetrante.

-Sí, he tenido un día atareado -contesté-. Tal vez a usted le parezca una necedad -añadí-, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir.

Holmes se rió para sus adentros.-Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson -dijo-. Cuando su ronda es breve va usted a pie, y cuando es larga toma un coche de alquiler. Ya que percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche.

-¡Excelente! -exclame.

-Elemental, querido Watson -dijo él-. Es uno de aquellos casos en los que quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su interlocutor, porque a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la base de la deducción. Lo mismo cabe decir, mi buen amigo, sobre el efecto de algunos de esos pequeños relatos suyos, que es totalmente el de un espejismo, puesto que depende del hecho de que usted retiene entre sus manos ciertos factores del problema que nunca le son impartidos al lector.
Ahora bien, en este momento me encuentro en la misma situación de estos lectores, pues tengo en esta mano varios cabos de uno de los casos más extraños que nunca hayan llenado de perplejidad el cerebro de un hombre, y sin embargo me faltan uno o dos que son necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré!

Las Memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora