2- La Cara Amarilla

6.9K 220 60
                                    

Es perfectamente natural que yo, al publicar estos breves bocetos, basados en los numerosos casos en que las extraordinarias cualidades de mi compañero me convirtieron a mí en un oyente y, en ocasiones, en actor de algún drama extraño, es perfectamente natural, digo, que yo ponga de relieve con preferencia sus éxitos y no sus fracasos. No lo hago tanto por cuidar de su reputación, porque era precisamente cuando él ya no sabía qué hacer cuando su energía y su agilidad mental resultaban más admirables; lo hago más bien porque solía ser lo más frecuente que nadie tuviese éxito allí donde él había fracasado, quedando en tales casos, para siempre, la novela sin un final. Sin embargo, dio varias veces la casualidad de que se descubriese la verdad, aun en aquellos casos en que él iba equivocado. Tengo tomadas notas de una media docena de casos de esta clase; de todos ellos, el de la segunda mancha, y este que voy a relatar ahora, son los que ofrecen rasgos de mayor interés.

Sherlock Holmes era un hombre que rara vez hacía ejercicio físico por el puro placer de hacerlo. Pocos hombres eran capaces de un esfuerzo muscular mayor, y resultaba, sin duda alguna, uno de los más hábiles boxeadores de su peso que yo he conocido; pero el ejercicio corporal sin una finalidad concreta lo consideraba como un derroche de energía, y era raro que él alejarse si no existía alguna finalidad de su profesión a la que acudir. Cuando esto ocurría, era hombre incansable e infatigable. Resultaba digno de notar que Sherlock Holmes se conservase muscularmente a punto en tales condiciones, pero su régimen de comidas era de ordinario de lo más sobrio, y sus costumbres llegaban en su sencillez hasta el borde de la austeridad. Salvo que, de cuando en cuando, recurría a la cocaína, Holmes no tenía vicios, y si echaba mano de esa droga era como protesta contra la monotonía de la vida, cuando escaseaban los asuntos y cuando los periódicos no ofrecían interés.

Cierto día, en los comienzos de la primavera, llegó hasta el extremo de holgarse dando conmigo un paseo por el Park, en el que los primeros blandos brotes de verde asomaban en las ramas de los olmos y las pegajosas moharras de los castaños comenzaban a romperse y dejar paso a sus hojas quíntuples.
Vagabundeamos juntos por espacio de dos horas, en silencio la mayor parte del tiempo, como cumple a dos hombres que se conocen íntimamente. Eran casi las cinco cuando nos hallábamos otra vez en Baker Street.

-Con permiso, señor -nos dijo el muchacho, al abrirnos la puerta-. Estuvo un caballero preguntando por usted.

Holmes me dirigió una mirada cargada de reproches, y me dijo:

-Se acabaron los paseos vespertinos. ¿De modo que ese caballero se marchó?

-Sí, señor.

-¿le invitaste a entrar?

-Sí, señor. El entró.

-¿cuánto tiempo estuvo esperando?

-Media hora, señor. Estaba muy inquieto, señor, y no hizo otra cosa que pasearse y patalear mientras permaneció aquí. Yo le oí porque estaba de guardia del lado de acá de la puerta Finalmente, salió al pasillo, y me gritó: «¿No va a venir nunca ese hombre?» Esas fueron sus mismas palabras, señor.
«Bastará con que espere usted un poquito más», le dije. «Pues entonces, esperaré al aire libre, porque me siento medio ahogado -me contestó-. Volveré dentro de poco.» Y dicho esto, se levanta y se marcha, sin que nada de lo que yo le decía fuese capaz de retenerlo.

-Bueno, bueno; has obrado lo mejor que podías -dijo Holmes, cuando entrábamos en nuestra habitación-. Sin embargo, Watson, esto me molesta mucho, porque necesitaba perentoriamente un caso, y, a juzgar por la impaciencia de este hombre, se diría que el de ahora es importante. ¡Hola! Esa pipa que hay encima de la mesa no es la de usted. Con seguridad que él se la dejó aquí. Es una bonita pipa de eglantina, con una largá boquilla de eso que los tabaqueros llaman ámbar. Yo me pregunto cuántas boquillas de ámbar auténtico habrá en Londres. Hay quienes toman como demostración de que lo es el que haya una mosca dentro de la masa. Pero eso de meter falsas moscas en la masa del falso ámbar es casi una rama del comercio. Bueno, muy turbado estaba el espíritu de ese hombre para olvidarse de una pipa a la que es evidente que él tiene en gran aprecio.

Las Memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora