El tsunami que subió por tu garganta
era pesado y dolía.
Pero subía y subía, como si fuera ligero.
Subía y te ahogaba.
Me ahogaba y morías.
Quería extender mi mano,
pero me acercaba y tú huías.
El tsunami rugía.
Rugía tu dolor y mis lágrimas.
Pedía un abrazo,
pedía a un valiente
que se sumergiera
sin miedo.
Me habría dejado embargar,
sin embargo, corría.
No lejos de las aguas,
sino en pos de ellas,
tan frías.
No te iba a dejar ahogarte.
No solo.
No lo haría.
Prefería ahogarme en tus lágrimas,
que dejarte a la deriva.
Lo siento.
No
puedo
quedarme
a mirar
cómo
te
hundes.
Sé que con voluntad,
podemos salir a flote.
Ese llanto que sube,
que sube como un tsunami.
No vamos a morir en él,
más bien hagamos que con sonrisas,
el tsunami mismo se ahogue.
Ese tsunami que surge
cuando el dolor va en aumento,
es el mismo que en la calma,
es el mar que llevas dentro.
No huyamos, y esto es una promesa.
Quiero que tu mar sea mi hogar,
a pesar de que haya viento.
Es donde quiero descansar,
y si hace falta voy a pelear.
Incluso cuando el silencio
sea el heraldo de una catástrofe,
y cuando el vacío advierta
que estamos a punto de ahogarnos,
estaré más cerca del muro
de agua y miedo
que crece
para sepultarnos vivos.
Aunque creas que es injusto,
o en absoluto necesario,
voy a estar dispuesta
a tomarte de la mano.