En el viaje de regreso en el barco, me senté sobre un banquito que, afortunadamente, estaba libre por allí, sin soltar en ningún momento, aquella caja con las piedras misteriosas.
De nuevo, el viaje en barco fue incomodamente plácido.
Una vez de regreso a San Francisco, el Señor Ral me contactó como si supiera que recién había llegado y me envió una dirección extraña: El paquete debía llevarse a la Isla de Alcatraz, a la cárcel...
Aquel hombre me daba cada vez mala espina.
En fin, me quedé con una de esas rocas extrañas y la escondí en otra caja pequeña de metal en un cajón de mi escritorio bajo llave.
Meses después, el Señor Ral me envió una cantidad de dinero más que generosa: 30,000 dólares. ¡Vaya!
Después de ahí, el Señor Ral y un servidor, perdimos contacto y comunicación alguna.
Traté de contactarle por teléfono, pero nadie conocía a alguien llamado así en San Francisco. Rogaba que no fuera uno de esos mafiosos que metía a inocentes en asuntos turbios.
Me di por vencido... El Señor Ral se había esfumado, nadie conocía mada sobre él. ¿Y ahora qué? Bueno, financié mis estudios como periodista, así, invertí las ganancias y cinco años de mi vida preparándome para ser uno de los mejores periodistas de San Francisco.