Da Capo (D.C.)

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Tobías simplemente observaba en silencio. Recorría con la mirada una y otra vez los bordes finos de madera, tallados claramente a mano por los mejores artesanos de la ciudad. Repasaba de arriba hacia abajo y viceversa, miraba fijamente el centro y luego volvía a recorrer toda la extensión hasta que llegaba a un sólo lugar: el picaporte.

La puerta llevaba cerrada ya bastante tiempo. El ocupante de la habitación que Tobías resguardaba bajo llave había muerto hace exactamente tres años: Su padre.

Leonardo había sido un padre excepcional y un esposo amoroso. Nunca había descuidado a la familia ni a la empresa de la cual era dueño. Se dedicaba a la exportación de oro, así que la profesión le obligaba a viajar casi a diario.

Leonardo un día fue a uno de sus tantos viajes; abordó un avión y partió rumbo a Londres. Pero horas después se notificó que el Sr. Villancur nunca llegó a su destino. Qué de hecho no había subido siquiera al avión. La policía extendió el caso de investigación por año y medio, los diarios se volvieron locos por la desaparición del magnate de Nueva Maulea y fueron el tema de conversación durante muchos meses.

Al no encontrar rastro alguno, se dictó que Leonardo Villancur había muerto.

El resto de la familia, Elena (esposa) y Tobías (hijo) quedaron destrozados por la partida de Leonardo. El adolescente de no más de catorce, fue nombrado entonces como heredero universal de la fortuna, pero siendo él aún menor de edad, se dijo que podría tomar posesión de los bienes de la empresa hasta cumplidos los dieciocho años de edad. Por lo tanto, Elena administraría el dinero durante los cuatro años restantes.

Tomó el picaporte. Lo giró sabiendo que éste se trabaría por el seguro que tenía puesto pero parecía no importarle. Él sabía dónde estaba la llave. Sabía que estaba en su bolsillo izquierdo en esos momentos, más no quería recordar lo que esa habitación le provocaba. Tobías de repente soltó el picaporte como si le hubiese quemado y retrocedió unos cuantos pasos para después desaparecer con enormes zancadas.

Tal vez dentro de un año ahora sí se atrevería a entrar.

El día pasó y pronto la noche llegó.

Loreley no paraba de pensar en lo que había hecho aquel día. Había mentido, sí, pero eso no era tan grave. No pensó en lo que hacía, simplemente se dejó llevar por el impulso de saber más sobre del chico que le había robado los pensamientos la noche anterior.

-Creo que fue un poco apresurado- Comentó una chica a su lado, de melena larga, lisa y castaña.

-¿Apresurado? Galia, su actitud fue psicópata- Comentó otra chica de cabello mediano y castaño, pero ondulado, situada al lado de Galia. Tenía una sonrisa amplia, pues le encantaba molestar a cualquiera de sus amigas.

-No tan psicópata, Miranda- Corrigió otra chica sentada al otro lado de Loreley- Yo digo que estuvo bien- Era de largo cabello, un poco más oscuro y rizado.

-Gracias, Anya- Comentó Loreley- En verdad fue un impulso...pero el chico prometió convencerlo de que me de clases.

-¿Y es guapo?- Preguntó Anya.

-¿Quién?

-¡Santiago!- Preguntó Anya, nuevamente emocionada.

-No lo sé... puede que sí, pero no es mi tipo.

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