Capítulo dos.

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—Tío, voy a suspender por tu culpa —decía Diego mientras salíamos de la biblioteca y yo volvía a enroscarme la bufanda en el cuello.

—No, por mi culpa no, por su culpa, corrige, ¡su! —respondí intentando no exasperarme de nuevo, sólo era una niñata, no merecía que hablara ni un segundo más sobre ella.

—No entiendo por qué te ha molestado tanto, quizás sólo era una broma, eres un exagerado —contestó Diego en un estúpido intento por defenderla.

—A ti lo que te pasa es que sus tetas te han cegado.

—Entonces sí que te habías fijado, ¿eh? —respondió dándome un codazo, levantando una de sus cejas.

Me sonrojé al instante, joder, como para no fijarse.

—Eh... ¿pero qué dices? ¡No! —contesté mientras le daba la espalda, fingiendo enfado.

—A mí no me engañas, pero bueno, respóndeme, ¿ahora cómo voy a estudiar yo?

—¿Sólo? ¿Cómo todo el mundo? —dije, puede que sonara algo borde, pero sinceramente no tenía ganas de seguir con esta conversación.

—Madre mía tío, estás amargado, ¿cuánto hace que no echas un buen polvo?

Le miré de soslayo, echándole la peor mirada que podía echarle a alguien. ¿Tanto se me notaba? Joder. Sí, lo admito, hace mucho que no conozco a una buena chica, una de esas con las que te apetece hablar dulcemente en la tarde y empotrar contra una pared en la noche; o simplemente una chica a la que empotrar, sin más. Pero directamente no había encontrado a ninguna chica, ni de las primeras ni de las segundas.

—Que te jodan —respondí zanjando el tema y reanudando el paso hacia la estación de metro para volver a casa.

Se suponía que sólo habíamos venido a la Universidad a una clase extra con la profesora de Matemáticas Financieras, que nos había pedido que perdiéramos hora y media de nuestras preciadas vacaciones en dar un par de hojas de ejercicios que no había podido explicar en clases normales debido a la falta de tiempo. Debería de estar ya en mi casa tumbado en el sofá viendo la televisión o frente al ordenador jugando a cualquier videojuego, no sé cómo Diego siempre lograba liarme.

Mientras caminaba oía los pasos de Diego detrás de mí.

—Perdona tío, me he pasado —dijo cuando me alcanzó—, es que estoy muy estresado con los exámenes finales, siento que no voy a aprobar ni una y voy a ser un fracasado, tal y como dijeron mis padres cuando empecé la Universidad, y no quiero tener que darles la razón, no en esto joder.

—No digas eso Diego, no vas a ser un fracasado, ¿vale? —respondí poniendo una mano sobre su hombro, sabía su difícil situación en casa—. Además, no te preocupes, en realidad tenías toda la razón, necesito un buen polvo.

Comencé a reírme para relajar un poco la situación, no quería que se sintiera peor de lo que ya estaba. Él me siguió la risa.

—Tienes que encontrar a una nena ya tío —dijo entre risas mientras me daba un codazo.

¿Nena? ¿En serio?

—¿Tienes que decir «nena» en serio? A veces me das vergüenza ajena —contesté riéndome aún más alto mientras él comenzaba a mirarme mal.

—Que te jodan ahora a ti —respondió dejando de reírse.

—Sólo quería picarte estúpido.

—Bueno, da igual. —Le quitó importancia al asunto—. Tenemos que salir todos los de clase de fiesta en cuanto terminemos los exámenes, a ver si así echamos un buen polvo los dos.

El día que estudié. © [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora