* Prólogo *

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Un dolor punzante en donde deberían estar mis piernas me despierta de golpe, respiro jadeante y me incorporo en la cama. La oscuridad de la madrugada se cuela por mi ventana y la luna brilla distante en el firmamento. Suspiro. Hace bastante tiempo que no tenía este sueño-pesadilla, lo que quiere decir que es muy probable que algo nuevo suceda pronto en mi vida.

Soñar con el accidente me indica que pronto habrá algún cambio. Por suerte, no necesariamente es algo malo, a veces puede ser algo bueno. Me bajo de la cama y voy hasta la cocina, tomo un vaso y me sirvo un poco de agua del bebedero que mi madre ha colocado en una mesita no muy alta para que pudiera alcanzarlo con facilidad. Sonrío al recordar que la última vez que tuve ese sueño fue un mes antes de mudarme a esta casa, justo cuando mis padres decidieron aceptar que con ayuda de algunos muebles —reformados de manera especial para mí— podría ser independiente.

Vuelvo a mi cama y recuerdo el día del accidente. Si tan solo hubiera sabido que sería la última vez que sentiría que mis zapatos me ajustaban, si tan solo hubiera intuido que nunca más sentiría la arena de la playa con sus restitos de caracolas clavarse en la piel de mis pies... quizás hubiera corrido una vez más. Me habría metido hasta las rodillas en algún charco de lodo, hubiera movido mis dedos del pie mientras los observaba sentada en la arena a orillas del mar, los hubiera dejado hundirse cuando una ola que acabara de mojarlos se fuera en retirada de regreso al mar. Pero nunca se sabe lo que puede suceder, las cosas solo ocurren —para bien o para mal—, y cuando di aquellos pasos esa mañana mientras corría a la escuela, no tenía idea que serían los últimos.

De todas formas, no soy una persona fatalista, no me gusta pensar en negativo, los pensamientos oscuros son como agujeros negros: una vez que empiezan no paran hasta absorberte por completo. Yo prefiero pensar en positivo y verle el lado bueno a la vida, a la gente. Cada vez que pienso en el accidente, me gusta repetirme a mí misma: «Al menos, solo perdí las piernas». Estuve grave y en estado crítico, pude haber perdido mucho más que eso, pude haber perdido la vida con solo diez años, y con ella me hubiera perdido tantas experiencias, tantas alegrías, tantas sonrisas y colores...

Recuerdo cuando mi abuelo me regaló el primer maletín de pintura con los colores y la paleta de pintor junto con aquel lienzo en blanco. Llegó a casa y se sentó al lado de mi cama, aún estaba de reposo y no podía levantarme. Como siempre, me contó una historia, pero esta vez no era fruto de su imaginación, se trataba de la vida de Frida Kahlo. Me contó sobre su accidente y cómo nunca había perdido las fuerzas, me habló de sus ganas de pintar. Me dijo que lo importante no era caminar, sino vivir, amar, reír, soñar, volar. «Te regalaré alas, Sirenita», prometió, y esa fue la primera vez que me llamó así. Entonces me dio un pincel, un lienzo y los colores.

—Gracias, abuelo —sonreí—. ¿Por qué me llamas Sirenita? — pregunté desde mi inocencia.

—¿Conoces el cuento de la Sirenita? —inquirió. Mi abuelo amaba los cuentos, tanto, que en sus tiempos libres escribía cuentos para niños.

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora