Capítulo 7: ¿Amor de verano?

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Era la segunda vez en el día que me tomaba de la mano, y de nuevo sentí esa electricidad recorriendo mis venas. Esto era hermoso, pero peligroso. Yo sabía que me enamoraría, si es que ya no lo estaba. Necesitaba tanto enamorarme, ¿qué chica no lo necesita? Y esta era una oportunidad tan especial, nadie nunca había sido así conmigo. Pero no debía hacerlo, no debía enamorarme, todo estaba sucediendo demasiado rápido y no podía ser real. Además, él pronto se iría de nue­vo, a vivir su vida, mientras yo me quedaría aquí sufriendo el desamor.

Decidí no pensarlo, al menos no ese día. Habíamos pasado una jornada fantástica llena de magia, habíamos reído, había­mos hablado, incluso había hecho bromas sobre mi situación, y eso me divertía. Cerré los ojos y sentí el fresco del agua mo­jando mis caderas, contrastado con la calidez de sus manos. Él quería que nos imaginara caminando y yo no pude evitar pensar que quizá, si fuese una chica común, él podría enamo­rarse de mí. Nos imaginé caminando de la mano, como esa pareja que hacía un rato había pasado por allí: ella se colgaba por su hombro y le daba besos en la mejilla, él la abrazaba por la cintura y reían.

Bruno me había cargado ya dos veces, en una de ellas bro­meó sobre tocarme el trasero y le sacó toda la tensión que la situación en sí había creado. Era divertido y a la vez era her­moso, estar cerca, sentir su aroma, el calor de su piel.

Comenzó a mover su dedo pulgar por el dorso de mi mano, haciendo suaves caricias circulares que parecían encender to­dos mis sentidos. Me quedé inmóvil, sólo sintiéndolo, absorta en las sensaciones que la situación me brindaba. Luego de un rato, Bruno me habló:

—Quizá sería bueno que regresemos a tu casa —dijo con esa sonrisa suya que me derretía—. Ahora estamos mojados y no quiero que te enfríes, mi abuela le decía a mi hermana que las chicas no deben en­friarse esa zona —señaló mi cadera—, porque luego les dolía la panza. —Me eché a reír.

—Pareces un abuelo, en realidad, con esos consejos. —Él sonrió y me preguntó si podía cargarme de nuevo. Asentí.

Mi falda pesaba ahora por el agua y él me cargó con ambos brazos en una posición acunada. Yo lo envolví con los míos por el cuello para así perderme por última vez en su perfu­me tan varonil. Cuando llegamos a donde habíamos dejado la silla, Bruno me miró a los ojos, iba a bajarme en unas escale­ras que había allí, pero no lo hizo. El viento fresco de la playa movía los rizos de sus cabellos, mis manos se movieron como si tuvieran vida propia enredándose en ellos y Bruno sonrió. Sus labios eran hermosos, me llamaban de la misma forma en que llama una manzana colorada y brillante, apetecible. Sentí ganas de probarlo y mordí los míos en un reflejo involuntario. Sus ojos bajaron a mis labios y su lengua acarició los suyos. ¿Él también quería probarme?

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora