CAPÍTULO 7. EL LEÓN QUE NUNCA HUYE

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Ya habían pasado tres días desde que los Tarbeck abandonaron Castamere. «¿Habrá conseguido llegar? ¿habrá puesto fin al asedio? Tengo que mandar un cuervo» se dijo a sí mismo John Reyne mientras iba a los aposentos del maestre.

Por el camino se encontró con Randyll Tarbeck, su sobrino. Llevaba esa cara de preocupación desde que se enteró de la partida de su tío y del asedio de su casa.

–¿Se sabe algo de mis padres? –preguntó con una cierta tristeza.

–Aún nada, pero no pierdas la esperanza y reza a los Siete –le dijo John también con una cierta preocupación en su tono de voz.

Reyne siguió subiendo las escaleras de la Torre del Oro que acababa en las dependencias del maestre y en la pajarera ya al final del todo. Willem estaba sentado en una silla gruesa de madera negra y forro de terciopelo azul. Su cuarto estaba lleno de ungüentos, hierbas, libros, rollos de pergaminos y otras cosas más.

–¿Tenemos noticias? –preguntó John.

–Nada, mi señor. Los cuervos están mudos. Esta mañana nos llegaron dos cuervos pero sin mensajes, también tenían el pico lleno de sangre –dijo el maestre.

–Mandad uno con un mensaje. Lo más escueto posible, Willem.

–Sí, mi señor –y Reyne se dio la vuelta para volver a bajar pos las escaleras.

En el patio estaban sus soldados entrenándose. Además también se encontraba Quarro enseñando lo básico a sus nuevos reclutas, que pese a ser novatos iban progresando muy ligero.

–¿Qué tal los espías, ser? –preguntó John.

–Ya están colocados en los puntos estratégicos. Al primer indicio de actividad lo sabremos al instante, mi señor –respondió Ser Quarro de Braavos.

Pero John no estaba ya tan seguro a estas alturas.

–Mi señor, mi señor –decía Tanda mientras se acercaba al Lord– Ha llegado uno de los espías con un guerrero medio muerto a caballo. Están en la enfermería y ya hemos avisado al maestre, mi señor.

A John le dio un vuelco en el corazón y acudió a toda prisa a la enfermería. Allí estaba un arquero Tarbeck, tal y como se podía ver en los restos del blasón de su armadura, aunque emborronada por la sangre y el barro. Era joven, apenas tendría diecisiete años y tenía las piernas destrozadas, una brutal herida en el costado, había perdido cuatro dedos de las manos y estaba demasiado pálido. «Está más cerca de la muerte que de la vida» pensó John.

–Tiene la sangre llena de pus, mi señor. No podré hacer nada por él –dijo Willem.

–Ya se que acabará muerto, pero necesito saber qué ha pasado. Necesito que nos lo cuente –pidió Lord Reyne.

Le dieron agua al moribundo y le lavaron la frente. Sus heridas apestaban a sangre coagulada y a pus amarillenta. Su frente se perlaba de sudor cada vez que le pasaban un paño de lana para secarlo un poco. Abrió los ojos débilmente. Eran de color verde oscuro pero también estaban febriles y llorosos.

–No, por favor –decía con un hilo demasiado débil de voz– No me matéis.

–Tranquilo, no temas. Estás en Castamere. ¿Recuerdas lo que ha pasado? –preguntaba tranquilo John.

–Lannister, miles de ellos. Nos atacaron en el bosque –y el arquero comenzó a toser soltando sangre coagulada por la boca– todos muertos. La torre caída, la torre caída...

Y cerró los ojos y su pecho dejó de moverse al igual que su corazón.

«Torre caída –esas últimas palabras se le clavaron en el corazón el Lord– ¿Habrá caído Torre Tarbeck? No puede ser. No quiero creérmelo. ¿Dónde está mi familia?»

Lo llevaron a las criptas del septo para poder enterrarlo allí y que descansasen sus restos para siempre. Cuando acabó la ceremonia unos jinetes se acercaron con la bandera de Castamere.

–Mi señor, se han avistado tropas saliendo del bosque. Llegarán en un día como mucho.

«¿Estamos perdidos entonces? Si es así tengo que sacar a mi familia del castillo y mandarlos lejos, muy lejos. Al norte o quizás al sur. A las Ciudades Libres si es necesario» pensó el Lord.

–Muy bien, convocad a mis hombres. Que me esperen en el patio –ordenó y se alejó de allí concentrado en sus pensamientos.

Comenzó a buscar a su esposa, que estaba en los jardines sentada entre los árboles al pie del pequeño estanque. Estaba dándole de comer a los pequeños peces que allí vivían.

–Olanna, mi tesoro –y Lady Olanna levantó la mirada hacia los ojos de su marido– Creo que Torre Tarbeck ha caído. Aquí no estáis seguros, ni tú ni los niños. He preparado un carro con provisiones suficiente y una bolsa con dragones de oro. Coged un barco e instalaros en algunas de las Ciudades Libres, donde no os puedan coger –y John le dio un apasionado beso.

Las lágrimas de Lady Olanna comenzaron a salir pero se las secó con los dedos y su rostro se contrajo en ira.

–No, John. Quiero venganza. Quiero ver muertos a esos hijos de puta. Quiero ver arrasada hasta los cientos la Casa Lannister. Venganza por mi hogar, venganza por mi familia estén donde estén. Los quiero ver muertos a todos –dijo Olanna llena de cólera y rabia– Nos quedamos aquí. Será un buen recuerdo para nuestros hijos el día en que destruimos a los Lannister.

Y le devolvió el beso. John no volvió a ver a su mujer hasta que la tarde no comenzó a caer. Estaba saliendo de la habitación del maestre y al verle se sobresaltó y guardó un frasco de cristal en uno de sus bolsillos. «O la convenzo o nuestra estirpe morirá» pensó John. Pero no sabía cómo. Cómo iba a sacar a su familia sana y salva de Castamere antes de que la redujeran a escombros.

Las lluvias de Castamere: la rebelión del león (Fanfic Juego de Tronos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora